El sonido más constante en la casa de Natalia Salas no es el timbre ni el eco del trabajo, sino las carreras de su hijo Leandro. Ella lo sigue con la mirada mientras él salta, pregunta, exige jugar, ver tele, volver a saltar. “Envidio esa energía, te juro”, escucha Natalia. Ella asiente entre risas y entiende mejor que nadie que esa actitud es propia de un niño de cuatro años.
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