Abogado de profesión, Diego Molina no planeaba escribir narrativa. Publicaba poesía desde los trece años y nunca sintió la urgencia de una novela. El giro vino con una relación “muy intensa” con un chico veinte años menor que él y un ejercicio personal que comenzó como terapia: escribir a mano y luego quemar las páginas. “Mientras lo hacía pensé: esto es una buena historia. Y no solo buena, sino reconocible para muchos”, dice. El proceso no fue improvisado. Un curso universitario en el que ayudó a su entonces pareja lo obligó a entender la arquitectura narrativa. “Ahí aprendí a construir personajes. Saqué 19. Recién entonces pensé que podía hacerlo”, recuerda. Después vino la lectura disciplinada: Salinger, Cormac McCarthy, Henry James, y la decisión de no repetir la fórmula latina del soliloquio explicativo. “Odio eso de ‘literatura gay’. Hay buenos libros y malos libros. Nada más”. Fascinación, publicada por Alfaguara, cuenta una relación marcada por el deseo, la manipulación y la falta de autenticidad que permiten las redes. “Hay un personaje que no creo que esté feliz, pero bueno… consecuencias”, añade, citando la frase de John Wick.
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