El brutal atentado contra la orquesta Agua Marina marcó un antes y un después en la relación entre el Congreso y el Ejecutivo. No fue solo una tragedia ni un episodio aislado de la ola de extorsiones que golpea al país. Fue, más bien, el detonante que llevó al Parlamento —particularmente a las bancadas de derecha— a romper definitivamente con Dina Boluarte, a quien habían protegido durante casi dos años pese a su impopularidad.
La razón de fondo, sin embargo, no es moral sino electoral: la inminente conformación de listas parlamentarias y candidaturas presidenciales para 2026. Ningún partido quiere cargar con el costo político de haber sostenido a una presidenta con niveles mínimos de aprobación.
Este miércoles el ex defensor del Pueblo Walter Gutiérrez, recordó haberle advertido a Boluarte que caminaba sobre una cuerda floja y que no podía sacrificar la gestión pública en nombre de la lealtad política. Su advertencia se ha cumplido: el reciente nombramiento del ministro del Interior Carlos Malaver, y sus erráticas respuestas ante las movilizaciones de los transportistas, son prueba de esa erosión institucional.
De control de daños a descomposición
El gobierno de Boluarte nació como un control de daños tras el caos de Pedro Castillo. Sus primeros gabinetes tuvieron un nivel técnico razonable, y por momentos el país pareció recuperar cierta estabilidad. Pero con el tiempo, el equilibrio se perdió. La administración fue colonizada por cuadros de menor capacidad y lealtades cruzadas, mientras los escándalos minaban lo que quedaba de autoridad.
Paradójicamente, su complacencia con el Congreso —avalando reformas regresivas como el descabezamiento de la Sunedu, y las sucesivas medidas populistas que inflaron la planilla estatal— no le sirvió de escudo. La mayoría parlamentaria que la blindó hoy la empuja al abismo.
Entre la vacancia y la renuncia
En este clima, se han presentado cinco mociones de vacancia contra la presidenta, invocando su “incapacidad moral permanente”. A diferencia de intentos anteriores, esta vez el ambiente político parece distinto: la derecha ya no tiene incentivos para sostenerla, y la izquierda —que nunca la aceptó— exige su salida inmediata.
Un observador memorioso recuerda el precedente de Martín Vizcarra, quien se sometió a la vacancia con la expectativa de ser reivindicado por la opinión pública. Boluarte enfrenta un dilema similar:
si se somete al proceso, podría intentar capitalizar el victimismo político; si renuncia, abre la puerta a su calvario judicial.
Las carpetas fiscales y el escudo del Tribunal Constitucional
Boluarte acumula al menos siete investigaciones penales activas. Las más relevantes se refieren a:
- Las muertes en las protestas de 2022-2023, por presunta responsabilidad en homicidio calificado.
- El caso “Rolex”, por presunto enriquecimiento ilícito y cohecho.
- El encubrimiento de su hermano en la desactivación del grupo policial Efficcop.
- El abandono de cargo durante intervenciones estéticas no informadas.
Todas ellas están suspendidas desde agosto de 2025, cuando el Tribunal Constitucional dispuso paralizar cualquier investigación penal mientras la mandataria siga en funciones, invocando el artículo 117 de la Constitución, que restringe los delitos por los que puede acusarse a un presidente en ejercicio.
Esa resolución —criticada por sectores de izquierda— funciona hoy como su escudo legal.
Por eso, su abogado Juan Carlos Portugal insiste en que las carpetas fiscales no justifican un desenlace extremo como la prisión preventiva, aunque sabe que si la presidenta es vacada o renuncia, perderá inmediatamente la inmunidad constitucional y todas las investigaciones se reactivarán.
Mientras tanto, expresidentes del TC como Óscar Urviola y Carlos Mesía cuestionan incluso la aplicación de la figura de la vacancia por incapacidad moral.
El riesgo del vacío
Los aliados que hasta hace poco votaban contra la vacancia hoy evitan comprometerse. El oficialismo está reducido a su mínima expresión y el gabinete se mantiene en una suerte de parálisis funcional.
Los mismos partidos que hasta ayer usufructuaban del poder con ella —APP y Fuerza Popular para empezar— buscan ahora un reposicionamiento ante la inminente campaña.
El caso de Dina Boluarte evidencia una constante en la política peruana reciente: presidentes que terminan procesados o presos tras dejar el poder. De Fujimori a Kuczynski, de Vizcarra a Castillo, la historia se repite.
En el tablero actual, la presidenta parece encaminarse a ese destino, atrapada entre una vacancia que se aproxima y una renuncia que podría ser su pasaje directo a los tribunales.