Más Kilómetros de Amor y Humor

Gustavo Rodríguez regresa con una novela que combina ternura, humor y una mirada lúcida sobre los afectos.

por editorweb@caretas.com.pe

Otra novela magistral: Mamita (Alfaguara, 2025, 249 pp.). No hay vuelta que darle, Gustavo Rodríguez (Lima, 1968) está en plena madurez creadora, ya perceptible desde Te escribí mañana (2016) y en floración rotunda en la presente década: Treinta kilómetros a la medianoche (2022) y Cien cuyes (Premio Alfaguara 2022).
La pericia narrativa que mostró desde sus primeros libros ha fructificado en una agilidad hipnótica para la descripción integrada a las acciones narradas y en una fluidez de los diálogos casi sin parangón en las letras actuales. Agilidad nada superficial: retrata no solo exteriormente, sino interiormente, a sus personajes, y moviliza contextos sociales y referencias culturales (sobre todo, literarias, cinematográficas, más las canciones de consumo masivo). De otro lado, su humor ha alcanzado una hondura humanísima, cálidamente indulgente con los defectos y contradicciones del “lóbrego mamífero” (tomemos esta caracterización de César Vallejo) que no ha terminado la evolución que lo torne cabalmente “sapiens”.
No solo eso. Al comentar Cien cuyes, resaltamos su óptica fundamentalmente positiva. Su luminosa celebración del amor, la amistad, la ilusión, la abnegación y la compasión, al extremo de enhebrar unos “asesinatos en serie” completamente opuestos al thriller sádico, cínico, monstruoso y tenebroso, hoy tan exitoso y promocionado.
Al respecto, Rodríguez consigue abordar en estado de gracia realmente admirable, un tema que el sentimentalismo trillado ha desprestigiado hasta expulsarlo de la literatura relevante: los lazos familiares como lo más importante de nuestra existencia. Precisamente, en Mamita, desde el título a flor de corazón, sin refinamientos ni adornos literarios (en la línea desnuda del “dí, mamá”, con que Vallejo concluye su genial Trilce XXIII) privilegia el más sentimental de los vínculos familiares: el amor a la madre. Y estamos ante un amor al cuadrado, porque es también el amor a la mamá grande, a la abuela (ligado este al recuerdo legendario del abuelo); y aun un amor al cubo, ya que implica igualmente el amor de su mamá a su respectiva mamita (y la devoción a su padre, el abuelo de vida exagerada).
El narrador de Mamita es el mismo alter ego, marcadamente autobiográfico (cercano a la no ficción), de Treinta kilómetros a la medianoche. Lo acompaña, nuevamente, el taxista Hitler Muñante. Al contarle a Hitler que está empeñado en escribir sobre sus abuelos, para agradar a su mamita (lectora entusiasta de sus narraciones), a modo de regalo a ella (así la califica en la p. 77), el chofer le hace notar que es una especie de carta (p. 73), como las que se obsequian el Día de la Madre.
Veamos: la novela intercala, en el primer plano narrativo, las escenas con su madre y sus hermanos, y los diálogos con el chofer; y, en el segundo plano, los pasajes del libro sobre sus abuelos. La textura resulta significativamente diferente: el primer plano revive la gracia y agilidad de Treinta kilómetros…, mientras que el segundo adopta un tono afín al de El amor en los tiempos del cólera, novela en que justamente García Márquez rinde tributo a sus padres (contemporáneos de los abuelos de Rodríguez), y que, en un claro guiño, el alter ego regala a su mamá (p. 37). La dificultad del alter ego para confeccionar el libro sobre sus abuelos (se disculpa entrañablemente: “le susurré que ya le escribiría algo mejor, algo que estuviera a la altura de su linaje”, p. 228) obedece a dos razones:
1) “Creo que nadie podría escribir como García Márquez”, le dice a su amiga argentina, quien añade “uno escribe lo que puede” (p. 176);
2) Conversando con el taxista, se percata que “la principal razón para haberme abstenido durante años de escribir esa historia para agradar a mi madre (…) ¿Cómo escribir sobre el poder de mi abuelo y la precariedad de mi abuela sin pensar en mis hijas entonces púberes! ¿Sin temer a la crítica de mis amigas feministas, o las de quienes buscan con lupa cualquier actitud machista para arengar a las hordas?” (p. 90).
Y si ya los diálogos con el chofer en Treinta kilómetros…, a diferencia de los de Zavalita y Ambrosio en Conversación en La Catedral de Mario Vargas Llosa, despertaban complicidad y empatía, en la senda mayor de Don Quijote y su escudero Sancho Panza; ahora despliegan una camaradería de afecto y humor de sabor cervantino, por encima de las clases sociales y grado de instrucción. Así como el Quijote se sanchifica y Sancho se quijotiza, según la perspicaz opinión de Turgueniev, el alter ego descubre que “quizá mi amigo Hitler y yo nos parecíamos más de lo que pensaba en un inicio” (p. 91).

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