
Por: Sandra Contreras – Directora ejecutiva de World Vision Perú
En las faldas del nevado Ausangate, la montaña más alta de Cusco, a cuatro horas de la ciudad Imperial, vive Sonia, una joven artesana que tenía una angustia diaria al salir a trabajar: quién cuidaría de su hijo. Hoy, lideresa de la asociación de artesanas “Pacha Yllari Chaska” (Amanecer con estrellas de la tierra) su emprendimiento textil -con más de 450 prendas a mano vendidas en 2024- no solo está mejorando la calidad de vida familiar, sino que comparte con su hijo, de 10 años, un legado que ya ha establecido vínculos comerciales con empresas de Francia y España, concretando el envío de un primer lote de 40 productos. Sonia, como muchas mujeres rurales, es parte de un movimiento actual que, con acceso a oportunidades reales, están cambiando el destino de sus familias y comunidades.

Las mujeres rurales, indígenas y en situación de vulnerabilidad son actores clave para el desarrollo del país. Las empresas que buscan generar un valor compartido y tener un impacto tangible en la economía nacional no pueden seguir ignorando que invertir en las mujeres es también invertir en la transformación económica, social y ambiental. Sin embargo, solo el 27,7% de mujeres de zonas rurales en el país tiene acceso a ingresos propios (INEI 2023). A esto se suman brechas estructurales y una labor doméstica inviabilizada y no remunerada. Estos desafíos, lejos de desanimar, representan una oportunidad para el sector privado porque cuando una mujer accede a formación y capital, todo su entorno mejora.
Desde World Vision, en alianza con aliados públicos y privados, estamos implementando un modelo integral adaptado al contexto sociocultural en regiones como Huancavelica y Cusco, donde las mujeres como Sonia están accediendo a formación técnica, capital semilla, herramientas digitales y redes de comercialización. Cada vez hay más mujeres y jóvenes que están decidiendo y liderando sus proyectos de vida.

Este enfoque, que va desde el fortalecimiento de habilidades socioemocionales, de liderazgo y autoestima y el aprendizaje en tecnologías como diseño 3D o e-commerce, no solo comprende lo productivo, sino también lo personal y lo comunitario. Las mujeres que acceden a estos talleres y capacitaciones no solo mejoran sus ingresos y los de sus familias, sino que también alzan su voz, fortalecen su rol en sus comunidades y rompen ciclos.
Las alianzas con organizaciones locales y empresas han permitido que jóvenes mujeres accedan a becas formativas, a microcréditos adaptados a su realidad y a plataformas digitales donde pueden vender sus productos sin intermediarios. Las ruedas de negocio, los marketplaces, los Centros de Innovación Productiva y Transferencia Tecnológica – CITE y los fondos públicos como el Programa de Iniciativas de Apoyo a la Competitividad Productiva (ProCompite) o el programa Agroideas son parte de un ecosistema que puede y debe articularse con el sector empresarial.
El modelo Youth Ready (Jóvenes Listos), que acompaña a mujeres jóvenes, madres adolescentes y personas en situación de alta vulnerabilidad, es otra muestra de que, cuando la es ruta clara, el impacto es transformador. Cada microcrédito, cada capacitación, cada networking con una empresa o institución no solo mejora un negocio, también mejora la calidad de vida de sus hijos y cambia una comunidad entera.
Las mujeres rurales representan hoy el 39,3% del total de emprendedores del país (PRODUCE 2024). En este Día Mundial del Emprendimiento, recordemos que detrás de cada mujer emprendedora, hay una historia de resiliencia y transformación. Apostar por ellas significa construir alianzas sólidas con mujeres y jóvenes que tienen ideas de negocios, que tienen emprendimientos formados, que lideran asociaciones productoras que ya están dando resultados. Las empresas privadas tienen en sus manos una enorme oportunidad de contribuir con al poder transformador de las emprendedoras, y al mismo tiempo, generar valor.