El mundo occidental dejó atrás la era de los monarcas absolutos en la primera mitad del siglo XX. Las dos guerras mundiales barrieron con emperadores y reyes cuya voluntad era ley sin contrapeso. Luego vino la “Pax Americana”, una hegemonía de Estados Unidos producto de imposiciones, pero también de alianzas y compromisos.
Tras la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos emergió como líder de un nuevo orden liberal y democrático. Fundó instituciones, tejió alianzas y ofreció garantías. Su hegemonía se sostuvo en tres pilares: el dólar como divisa madre, su músculo militar sin parangón y una supremacía tecnológica avasalladora y sin precedentes. El liderazgo era, mayormente, consensuado. Washington ofrecía estabilidad a cambio de obediencia, y el resto del mundo —Europa incluida— aceptó el trato.
Hasta que llegó su majestad, Donald Trump.
El trono en un set de televisión
Trump no gobierna: encabeza. No planifica: improvisa. Como los déspotas ilustrados, el “yo” es su brújula y su justificación. Su estilo recuerda a Luis XIV: “El Estado soy yo”, pero versión siglo XXI y con redes sociales.
La Casa Blanca fue transformada en estudio de grabación. Sus ruedas de prensa, puestas en escena. Todo gira en torno a su figura: el magnate que “negocia mejor que nadie”, el outsider providencial. No necesita instituciones, porque gobierna “contra” ellas. Desdeña al Congreso, denigra a la prensa y se conecta directamente con su público vía redes sociales. Populismo imperial con plataforma digital.
El nuevo imperio y sus muros
Su visión geopolítica es tan simple como peligrosa: America First. Lo demás, sobra.
Trump dinamita el liderazgo global que EE. UU. construyó desde 1945. No cree en alianzas, ni en multilaterales, ni en derechos humanos, pues estos no cotizan en bolsa. Levanta un muro, literal y simbólico, no solo en la frontera con México, sino entre su país y el resto del mundo. En su tablero, cada tratado es un obstáculo, cada compromiso, una trampa.
Su diplomacia es la del matón del barrio: imponer condiciones a quien se atreva a tocarle la puerta. ¿La ONU? Relleno. ¿La OTAN? Un gasto innecesario. ¿Los acuerdos comerciales? Solo si lo benefician personalmente. Como diría cualquier autócrata de opereta: “Hago lo que hago porque puedo hacerlo”.
Aranceles y pingüinos
Sus políticas comerciales rozan el absurdo. Los aranceles que impone —10 %, sin anestesia— evocan los tiempos del mercantilismo colonial. No hay estrategia definida, sino una táctica de caos. La idea es golpear primero y negociar después. Incluso si eso significa aplicar sanciones a islas habitadas únicamente por pingüinos.
¿El Perú? Otro peón en su juego. Con más de 700 millones de dólares en exportaciones en juego, hemos ido a Washington a suplicar indulgencia. Como en toda relación desigual, será él quien decida qué condiciones nos impondrá. Tal vez prohibir la reexportación de productos chinos por Chancay. Tal vez restringir nuestras ventas de minerales a Pekín. Lo que convenga al emperador.
Crónica de una caída anunciada
La historia tiene mala memoria, pero repite lecciones. Monarcas y dictadores del siglo XIX también creyeron que podían sostener el mundo con caprichos. Terminaron ahogados por las propias contradicciones que desataron.
Trump enciende divisiones internas y desmantela alianzas externas. Europa, huérfana del liderazgo americano, ha empezado a mirar hacia dentro. La confianza se evapora, el caos avanza, y los acuerdos multilaterales —esas arquitecturas lentas pero necesarias— se desmoronan. En tiempos de desafíos globales como el cambio climático o las pandemias, el aislacionismo no es solo torpe: es suicida.
El emperador desnudo
La paradoja final: el poder que Trump ejerce parece sólido, pero es frágil. Su imprevisibilidad genera desconfianza, su narcisismo atiza la polarización, y su estilo —más pose que político— erosiona las propias bases de la hegemonía que dice querer restaurar.
Como aquellos monarcas decadentes que no veían el abismo al borde del cual bailaban, Trump juega a rehacer el mundo sin mapa ni brújula. El problema no es solo que actúe como emperador. Es que millones lo aplauden.
Y la historia, ya sabemos, es menos indulgente que sus votantes.