La razón detrás de esta medida es el pase al retiro de 19 generales de la Policía Nacional en 2020, una decisión que en su momento generó controversia. Sagasti justificó la medida señalando que 14 de esos oficiales habían estado involucrados en la represión que resultó en la muerte de los jóvenes Bryan Pintado e Inti Sotelo, mientras que otros enfrentaban investigaciones por fraude y adquisiciones irregulares durante la pandemia. Un tercer grupo había sido separado previamente y repuesto por mandato judicial.
La discusión sobre el impacto político de esa decisión es válida. Un gobierno no elegido en las ánforas—como lo era el de Sagasti, que llegó al poder tras la renuncia de Manuel Merino en medio de protestas masivas—quizás no tenía el margen suficiente para ejecutar una purga de esta magnitud. Pero de allí a inhabilitar a un expresidente por una decisión que, en el fondo, era constitucional y autónoma, hay un trecho muy grande.
La iniciativa promovida por los congresistas José Cueto y Jorge Montoya apunta a calificar el retiro de los generales como un abuso de autoridad, citando artículos de la Constitución y del Código Penal. Sin embargo, el argumento es frágil: todo oficial pasado al retiro tiene el derecho de recurrir al Poder Judicial, y muchos lo hacen. De hecho, la presidenta del Poder Judicial enfrenta una investigación justamente por la no reposición de un policía acusado de tramitar viáticos falsos.
Lo que aquí se juega no es solo la interpretación de una norma. Es, sobre todo, la intención política detrás de la inhabilitación. Sagasti, quien ha reiterado en más de una ocasión que no tiene intenciones de postular a la Presidencia, ha aparecido en las encuestas como una figura con cierto nivel de respaldo. En un escenario electoral fragmentado, donde ningún precandidato despega con claridad, su nombre es visto por algunos sectores de la derecha como una amenaza.
Pero si esa es la razón detrás de este proceso, el Congreso está cometiendo un error grave. No solo porque Sagasti ha sido, paradójicamente, el único presidente de los últimos años sin mayores problemas con la justicia, sino porque su gestión, en un contexto extremadamente difícil, se caracterizó por el orden y el sentido común, algo escaso en la política peruana reciente.
Más allá de si Sagasti aspiraba o no a una candidatura, su presencia en el debate público podía ser valiosa en otros espacios: como senador, como articulador de consensos o incluso como un interlocutor en un país sumido en una crisis de representación. La inhabilitación busca lo contrario: borrarlo del tablero político.
Esta maniobra es parte de una tendencia más amplia en la política peruana, que es la eliminación de adversarios con sanciones en lugar de con propuestas. Se persigue políticamente a quienes se consideran rivales, sin importar el contexto ni el impacto que eso tenga en la ya frágil democracia del país.
El Congreso, que en su momento instaló a Manuel Merino sin medir las consecuencias, parece seguir sin aprender la lección. Hoy, en su afán de revancha, arriesga agravar la crisis política. Inhabilitar a Sagasti no fortalecerá a sus adversarios, pero sí debilitará aún más la confianza en las instituciones.