Molière se ha estado paseando por Lima los últimos años. Varias puestas señalan su relevancia contemporánea, no solo en homenajes en diversas salas, sino que, al parecer, las corrosivas comedias suyas, calzan con nuestra situación actual. La clave de un despliegue inolvidable suele ser el enfoque pertinente y adaptado para espectadores actuales. Por eso, esta versión en el espacio circular del Teatro Blume, cumple con adaptar tanto en lenguaje escénico como en temático, a la atmósfera nacional.
De esa manera, con ese puntual ajuste cómico, se presenta fresca, ágil, inmisericorde en su crítica a las clases sociales, incluso como construcciones cosidas con embustes planificados y mentiras aspiracionales montadas para satisfacer convenciones. Así se convierte en un interminable río de puyas y cuestionamientos a la vanidad instalada en los niveles de vida en la que las apariencias son un imperativo. Con ello, el director Vargas, ha recogido el sentido del dramaturgo francés, en la que la corrosión existencial es lenta e inevitable por esas contradicciones entre lo real y lo irreal. Un mundo de fantasía ególatra y presumida colisiona con una estratagema marginal oportunista. De mutuo uso y aprovechamiento simbólico en la que, por un lado, unas anhelan la disposición material y sus privilegios y, los otros, usufructúan a expensas de esos presuntuosos deseos.
LEE | Emilia Pérez, por Leny Fernández
Al borde de la incorrección y la impertinencia actoral, los personajes acatan la orden de comportarse hiperbólicamente y, con esas exageraciones, provocar la reflexión sobre las acciones burlescas. En ese afán de dar una lección moral, una ruta pedagógica, que también está implícito en el texto clásico original, es que baja la tensión al punto de que sea, aunque condescendiente con el guion, insuficiente. Cualquier final feliz, por más que parezca conciliador, se torna complaciente ante un contexto que la supera.
La fortaleza de esta versión teatral es que asume la irreverencia en todos sus sentidos, no solo en la insolencia y sordidez del lenguaje coloquial, sino en la propia instalación verosímil de la psicología de los personajes que se complementa con disciplinada actuación y muy ordenada dinámica física. Los cuerpos del elenco transmiten por sí mismos la posición desde la cual se moverán en el proscenio circular. Sus corporeidades hablan, marcan fronteras mentales, nos proyectan la lógica de su visión del mundo y, ello, es un logro de la dirección.
Molière podría haber sido peruano, acaso un atento y exitoso cronista de nuestras vicisitudes. Por eso, nos reflejamos un poco en lo que sucede en las tablas y, al carcajearnos de esas estrambóticas aventuras, nos reímos también de nosotros mismos.
Dirección: Rodrigo Vargas
Elenco: José Francisco Solís, Davo Salazar, Alfredo Motta, Gia Ocampo, Arturo Huamaní Solís, María Belén Yulen y Rafael Ruiz.
Lugar: Teatro Ricardo Blume.