El problema final (2023, Alfaguara, 317 pp.) del gran fabulador español Arturo Pérez-Reverte no solo es una obra maestra por su esplendor verbal, pericia narrativa (personajes memorables, diálogos brillantes, descripciones connotativas y vasos comunicantes con la literatura y el cine) y hondura ética y psicológica. Lo es, de modo más pleno, porque brinda la apoteosis de un género narrativo rico en autores y obras perdurables (a las que remite con ingenio celebratorio): el policial.
Elige como eje al detective por excelencia: Sherlock Holmes, personaje de Conan Doyle. El actor británico Hopalong Basil lo encarnó en 14 películas de 1939-1946. En la novela de Pérez-Reverte, mimetizado como Sherlock Holmes (presionado por los demás que no separan el mito de la realidad, pero cada vez más identificado con el detective arquetípico), investiga tres asesinatos cometidos en cuartos cerrados (el problema predilecto del policial).
Es cierto que Pérez-Reverte homenajea sobre todo el policial “clásico” con sus detectives de gran capacidad razonadora y criminales sofisticados; pero no deja de mencionar reverentemente al policial “negro”, realista y sórdido: así Basil ensalza la calidad literaria de Hammett y Chandler, al igual que el señorío fílmico de Humphrey Bogart.
LEE | Sobre estaciones y bibliotecas
Sin embargo, la factura principal de la novela es de una estirpe distinta: la metaliteraria, ruta abierta genialmente por el Quijote al entrelazar los sucesos narrados con referentes literarios (libros de caballerías, pastoriles, moriscos, etc.) y no meramente convocados por la locura de su protagonista, sino por las vivencias fuera de lo común de las personas que encuentra en su camino (Marcela, Cardenio, Camacho, Roque Ginart, el cautivo-alter ego de Cervantes-, etc.) o por el juego burlesco de quienes fingen tomarlo como un caballero andante (Micomicona, los duques, Sansón Carrasco, etc.). En El problema final, a la fascinación de las narraciones de Conan Doyle (encandilaron tanto al público que lo obligaron a “resucitarlo”), se suma el “efecto de realidad” de la “fábrica de sueños” de Hollywood, a la cual no es inmune el propio Hopalong Basil (no obstante, su autocontrol británico) hace que todos los personajes confundan la ficción con la realidad.
Agréguese en esa ruta metaliteraria el policial (también novela histórica) El nombre de la rosa, en el que Umberto Eco homenajea a Sherlock Holmes (el protagonista se apellida Baskerville) y a Borges. Resulta patente la resonancia de Eco en la novela policial e histórica La tabla de Flandes, de Pérez-Reverte (con un homenaje al jugador de ajedrez de Poe, el iniciador del policial). Quedó subyacente la referencia a Sherlock Holmes (rasgos suyos ostenta el ajedrecista que ayuda a la protagonista), la cual se torna explícita en la siguiente novela (principalmente metaliteraria, pero también policial) de Pérez-Reverte: El club Dumas (1993), donde aparece Irene Adler, “la mujer” según Sherlock Holmes (en “Escándalo en Bohemia”), en conexión siniestra con la Milady de Los tres mosqueteros, de Dumas, y el “Diablo enamorado” (de apariencia femenina) de Jacques Cazotte.
Y, ahora, se enseñorea Sherlock Holmes, conformando una notable triada con personajes que se comportan como Watson (en parte Sansón Carrasco y Sancho Panza) e Irene Adler (antítesis de Dulcinea), en este policial de los policiales (el más eximio de la novela en español, más paradigmático del género que la formidable La caverna de las ideas, de José Carlos Somoza) que es El problema final.