Se diría que, conmemorando el centenario de la muerte de Franz Kafka, la Academia Sueca ha otorgado este año el Premio Nobel a Han Kang (Corea del Sur, 1970), cuyo reconocimiento mundial comenzó con La vegetariana (2007; Penguin Random House, 2024) una novela que asimila con maestría el perturbador legado del genial escritor checo.
La sintonía con el autor de La metamorfosis (suele llamársela así, aunque se titula propiamente La transformación), salta a la vista: la protagonista Yeonghye sufre un proceso de metamorfosis que provoca el rechazo de sus familiares (en Han Hang se expande a las personas en general): renuncia a sus necesidades animales y se identifica cada vez más con la vida vegetal, hasta el límite de comportarse como un árbol. Más aún, come cada vez menos: pasa de ser vegana (y no meramente vegetariana, ya que no prescinde únicamente de la carne, sino de cualquier producto de origen animal), a querer nutrirse únicamente de aire, radiación solar y agua, como las plantas, tendiendo nexos con la narración kafkiana “Un artista del hambre”.
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No solo eso, en un plano más profundo Yeonghye vincula la condición de carnívoro con la violencia (un representante terrible es su padre -más autoritario que el de Kafka-, encarnación tóxica del machismo y el militarismo) y el “asesinato” (y tortura, en los criaderos) de las especies animales que implica alimentarse de ellas. Lo hace de modo más visceral que la cerebral y activista defensora de los animales Elizabeth Costello, la vegana ecológica de las novelas de J.M. Coetzee; adopta una óptica afín a la de Vallejo en Trilce XXXVIII (postula un ser humano sin dientes, nada depredador), quien anhela abolir los instintos biológicos de la nutrición mamífera y la reproducción sexual.
Y, en una línea más desoladora y nihilista (presente en numerosas páginas de Kafka), Yeonghye y su hermana (esta arriba a una terrible toma de conciencia, una epifanía siniestra, en las últimas páginas) desnudan el sinsentido de la existencia, mismo teatro del absurdo. Ahí la autoaniquilación de Yeonghye calza con la del célebre Bartleby (de Melville), uno de los “precursores de Kafka” según Borges.
Pero, como en el caso del japonés Murakami (otro devoto de Kafka), subyacen factores asiáticos en la imaginación de Han Kang. Resaltemos el ayuno vegano de los monjes budistas y la postura extrema del jainismo (evita destruir cualquier ser vivo); también, la inmolación como resistencia pasiva, sin temer a la muerte, porque creen en la reencarnación y/o aspiran a la aniquilación absoluta en el nirvana. Además, el sometimiento de las mujeres es mayor que en el machismo occidental: nótese que los padres y hermanos de Yeonghye le piden disculpas a su mediocre y superficial esposo, porque no se porta como una esposa conforme a las pautas tradicionales.
Añadamos que bulle en las tres partes de la novela, soterrado en la primera y la tercera, avasallador en la segunda (literariamente fulgurante, de una intensidad inolvidable), un erotismo obsesivo, sedicioso, cotejable con el que explota en las novelas de Mishima y Endo. Alcanza su plasmación máxima en el cuñado de Yeonghye, excitado morbosamente por la piel pintada con flores (el sexo vegetal) y la mancha mongólica (asociada a la inocencia de los niños pequeños) de Yeonghye. Un frenesí erótico nada kafkiano, en parte conectable, en lo referente a lecturas occidentales, con el deseo surrealista y la exploración de la libido liberada (Sade, D.H. Lawrence, etc.); pero, en mayor medida, abonado por los excesos eróticos, ora refinados, ora sacralizados de la India y Japón.