Se nos fue Carlos Germán Belli (Lima, 1927-2024), quien era el poeta vivo más importante del Perú y uno de los más grandes de las letras últimas en el mundo entero.
El notable poeta Javier Sologuren consideraba que sobrepasaba en méritos a todos los poetas de su generación (la de Sologuren y la de Belli), la llamada generación del 50, tan pródiga en voces capitales (Jorge Eduardo Eielson, Blanca Varela, etc.), porque había forjado un lenguaje sumamente personal, único, de gran riqueza simbólica. El espacio “belliano” (una microlengua y un micromundo, en opinión de Jorge Cornejo Polar) fusiona insólitamente las “hospitalarias estrofas” medievales y renacentistas (la sextina, la canción petrarquista, etc.) con la exploración vanguardista (surrealismo y letrismo, sobre todo), la estilización cultista con la replana, el anhelo espiritual de trascender este “mundo sublunar” y este “tiempo terrenal” (la fe católica en conjunción con el platonismo de José María Eguren, su poeta peruano preferido, y la “sobrerrealidad” del deseo en libertad) con una explícita celebración del cuerpo (brilla al lado de la formidable poesía del cuerpo que puede ostentar el Perú: César Vallejo, los citados Eielson y Varela, además de José Watanabe y Enrique Verástegui) y en estrecha conexión con el alma (óptica raigalmente bíblica): el bolo alimenticio y la cópula sexual.
Su originalidad es tan asombrosa, de tanta sustancia estética, que le granjeó pronto, desde los años 60 (colaboró mucho su entusiasmo temprano, visionario, por lo digital: ¡Oh hada cibernética!, 1961), un creciente reconocimiento internacional, a pesar de que Belli no vivía promocionándose a sí mismo: reservado, modesto, aparentemente opaco en las reuniones literarias a las que asistió; recién se despercudió algo a partir de los años 90, pero sin la personalidad arrolladora de los poetas “estelares”. Al respecto, en su documentado panorama de la poesía hispanoamericana del siglo XX, Gustav Siebenmann constató que era el segundo (solo le gana Vallejo) poeta peruano más antologado y traducido. Y, aunque, injustamente le fueron esquivos los mayores premios literarios del ámbito hispánico (Cervantes, Reina Sofía y Príncipe de Asturias), recibió varias distinciones de envergadura: Premio Nacional de Poesía 1962, Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda 2006, Premio Casa de las Américas José Lezama Lima 2009, Premio Casa de la Literatura Peruana 2012 y Premio Nacional de Cultura 2016, señaladamente.
A grandes rasgos, puede distinguirse dos épocas en su obra: la que va de Poemas (1958) a Canciones y otros poemas (1982) predominantemente tanática, cercada por fracasos y frustraciones, limitada penosamente por el desastroso orden sociopolítico reinante, y a mal traer por la textura entrecortada y grotesca de sus estrofas. Y la que triunfa hacia 1985-1986: con las composiciones recientes de su antología con título triunfal. Boda de la pluma y la letra (1985) y, sobretodo, con el fulgurante erotismo de Más que señora humana (1986, encuentra su denominación definitiva en su tercera edición, en 1990: Bajo el sol de la medianoche rojo).
Esta nueva etapa trae un tono celebratorio, capaz de sentir el cielo encarnado en este mundo, donde lo humano se revela morada de lo divino: la amada como verdadera hada cibernética, el falo como lenguaje imantado por el Absoluto, el hermano minusválido como la antítesis que lo complementa y lo vocación poética plasmada (asida la “forma que se va”) por el pesapalabras que era Belli. Alcanza la apoteosis en uno de los poemas extensos (mil versos) más admirables de la poesía hispanoamericana: ¡Salve, Spes! (pertenece al poemario En las hospitalarias estrofas, 1998).