“Tú dominas la bravura del mar; cuando se levantan sus olas, tú las sosiegas”, escribió el profeta. “Cambia la tempestad en calma y se apaciguan sus olas”, acotó. Ocurre que el mar y su aparente infinitud —tan líquido, sublime y peligroso, ondulando en una vastedad donde paradójicamente se pueden borrar todas las huellas— terminó siendo para la humanidad un reflejo de lo divino y lo eterno. Símbolo de purificación, renovación y misterio, el océano invita al recogimiento y la liturgia. Es un espacio de contemplación, meditación y, claro, de retiro espiritual.
Por eso, en la tradición judeocristiana, las aguas del océano cumplen una función dual: como senda de liberación señalada en el cruce del Mar Rojo y como una fuerza destructiva durante el diluvio universal. Bíblicamente, el mar es también un lugar donde se pone a prueba la fe. He ahí la historia de Jonás tragado por un pez y la figura de Jesús caminando sobre las aguas. Es la imagen inicial del Espíritu de Dios moviéndose sobre las aguas caóticas para simbolizar la creación, el establecimiento del orden a partir del caos.
Todo lo cual se precipita en mi memoria cuando aparece ese puñado de fotografías que Sonia Cunliffe (Lima, 1966) desvela en su nueva muestra “Las monjas y la mar”, una serie de impresiones en blanco y negro capturadas por la artista visual, fotógrafa y escritora una de esas mañanas que salió a ver el rizo de las olas al sur de Lima. Y se encontró con ellas. Estaban departiendo plácidamente en un entorno atípico.
Cántico espiritual
Nótese que la exposición no titula “Las monjas y el mar”. Ocurre, pues, que el empleo de “el mar” o “la mar” en idioma español va más allá de una simple diferenciación sintáctica. Y aquí no se hace una mera descripción del cuerpo de agua sin añadir un tono emocional. “La mar” aporta una dimensión más precisa, emotiva, literaria y culturalmente rica: poética. “La mar” transmite una sensación de feminidad, belleza e inmensidad capaz de subyugar a las plumas más célebres del universo.
“Allí está la mar, y yo la amo con un amor inefable”, escribió Miguel de Unamuno, incidiendo en una tradición literaria que personifica el océano como entidad viviente y cambiante, tan benevolente como temible. “La mar riela en la quietud del horizonte”, escribe, algo más contenido, Antonio Machado. ¡Mar, la mar, / sólo la mar! / ¿Por qué me trajiste, padre, / a la ciudad?”, reclama Rafael Alberti, mientras Jorge Manrique prefiere la hondura existencial: “Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir”.
Toda una amalgama de versos perfectamente aplicables a la serie de fotografías con las que nos vuelve a sorprender la múltiple artista Cunliffe Seoane. Entre otras cosas porque detrás de esas imágenes, de jolgorio y solaz, está la monstruosidad simbólica de las aguas como espacio de purificación, misterio y contemplación, cualidades de resonancia histórica que trascienden la vida monástica y el pensamiento espiritual.
Hágase la luz
Así también lo entendió Henri Cartier-Bresson, padre del fotoperiodismo, cuando capturó imágenes de monjes y monjas en diversas situaciones, conventos y monasterios. O Elliott Erwitt, conocido por capturar imágenes de corte humanista, cuando se dedicó exclusivamente a fotografiar religiosos. Por su parte, Steve McCurry, famoso por su foto de la “Niña Afgana”, ha cruzado miles de kilómetros solo para retratar monjes y religiosos en la India y el Tíbet.
Cunliffe hace lo propio una mañana brumosa frente al Mar de Grau. Las siluetas de unas religiosas, tan espontáneas como despreocupadas recortándose contra la inmensidad del océano, funciona como una metáfora perfecta de la infinitud de la divinidad a la que veneran frente a su propia mortalidad. Y en el centro de todas las cosas, el arte de la luz. Que es exactamente lo que diferencia la instantánea de la fotografía. Y da paso a la belleza.
Lugar: CC Inca Garcilaso.
Dirección: Jr. Ucayali 391, Lima.
Hasta: 18 de septiembre.
Ingreso: Libre.