Es relativamente usual en países subdesarrollados o del tercer mundo, que haya presidentes delincuentes. El Perú de nuestros días, es una clara muestra. Basta visitar la cárcel en el fundo Barbadillo, en Lima, para confirmarlo.
Lo inusual, lo atípico, lo anormal, es que eso suceda en países desarrollados o del primer mundo y, especialmente, en Estados Unidos. Donald Trump, sin embargo, acaba de romper esa tradición, iniciando la excepción en tiempos modernos. Quien fuera presidente del país más poderoso del mundo, y quiere volver a serlo, ha sido encontrado culpable de todos los cargos que se le imputaban (en total 34), por unanimidad de un jurado de ciudadanos independientes. Trump se ha convertido entonces en el primer presidente norteamericano responsable de actos criminales. Las imputaciones pueden resumirse de la siguiente manera: durante la campaña electoral de 2016, Trump compró, utilizando fondos electorales, el silencio de una prostituta, o, dicho de otra manera, negó que los hechos ocurrieron como sucedieron. Después de ese acto criminal (negado), Donald Trump fue elegido presidente.
En la tradición latinoamericana, ese hecho no es escandaloso. Han existido múltiples sucesos parecidos o aún peores. Y es que no es inusual en nuestros países que haya delincuentes que lleguen a ser presidentes, o, algo distinto, presidentes que se convierten en criminales.
Pues bien, esa tradición es desconocida entre los norteamericanos. Los venerados Padres Fundadores (Thomas Jefferson, Benjamín Franklin y otros cinco), inspiradores de la Constitución estadounidense, con solo 7 artículos y algunas enmiendas, con algo más de 230 años de existencia, jamás se puso en el supuesto de que alguien que ocupase la primera magistratura de la nación cometiese un acto criminal. Para el constituyente norteamericano del siglo XVIII, que invocaba a la felicidad de su pueblo, esa situación estaba fuera de su alcance. Donald Trump ha puesto fin a esa notable creencia.
Algo más: se han generado una serie de dudas acerca de esa atípica realidad, la mayor de las cuales es si Trump es encarcelado (algo improbable pero posible) y gana las elecciones de noviembre de este año, puede asumir la presidencia y ejercer el cargo. Hasta el momento, el debate se inclina por esa salida (aunque parezca absurda), pues no existe norma que lo impida.
El único cargo que la legislación estadounidense establece para impedir que alguien elegido asuma la presidencia, es estar involucrado en una insurrección: de la cual Trump se libró luego del ataque al Capitolio por parte de sus seguidores, el 6 de enero de 2021.
La actividad política en el mundo entero está en una indetenible espiral de banalización y franco repudio ciudadano. Los malos gobiernos y los pésimos gobernantes se están encargando de hacer el trabajo. No va a ser fácil revertir esa tendencia. Pero lo inaceptable, en medio de tanta mediocridad y vileza, es que Estados Unidos, siendo la primera potencia del planeta, pueda darle semblante humano, a través del rostro de Donald Trump si es electo en las elecciones de noviembre de este año, a esa execrable realidad.
*Abogado y fundador del Foro Democrático