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Última impresión | Una cita con el señor de las guitarras, por Marco García Falcón

Escribe: Marco García Falcón* | Mi tío andaba todo el día en su taller y se daba tiempo para conversar con miembros de grupos folclóricos o con connotados intérpretes del género como Raúl García Zárate o Jaime Guardia, pero también con viejas glorias del criollismo.

martes 04 de octubre del 2022
en Cultura, Última Impresión
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Mi tío Germán Falcón era un mago encubierto. Aunque ingeniero civil de profesión, se dedicaba a inventar instrumentos musicales. Como su guitarra armónica, que tenía una entrastadura desigual con la cual se conseguía emitir las notas más exactas. O su cajón polífono, de forma pentagonal y varios orificios, que también permitía alcanzar la perfección sonora. Esas y otras piezas únicas —que le granjearon premios en el Feria Mundial de Inventos de Ginebra— eran solo algunas manifestaciones de su personalidad excéntrica y apasionada.

Yo lo recuerdo siempre en su taller. Primero en el de Ingeniería, luego en el de La Victoria, donde tenía máquinas sofisticadas para calibrar el sonido de sus instrumentos y acumulaba planos donde diseñaba milimétricamente sus estructuras. También atesoraba chucherías: relojes, juguetes y aparatos tecnológicos malogrados, que desarmaba para entender su mecanismo y que, al cabo de un tiempo, resucitaba. Quizá seguía o emulaba a su padre, mi abuelo Orestes, quien, siendo un carpintero joven, arregló una guitarra española y la dejó mejor que cuando la fabricaron. De allí nació la llamada “dinastía Falcón”.

Mi tío andaba todo el día en su taller y se daba tiempo para conversar con miembros de grupos folclóricos o con connotados intérpretes del género como Raúl García Zárate o Jaime Guardia, pero también con viejas glorias del criollismo. Yo recuerdo haber visto a su lado, cantando y tomando hasta el amanecer, al Zambo Cavero, a los Zañartu, a María de Jesús Vásquez. Empezaban probando los instrumentos y no paraban porque los envolvía el puro placer de la música. Mi tío solo tarareaba porque, gran ironía, no pasaba de rasgar algunos acordes en la guitarra. Esas improvisadas jaranas eran escuchadas por los vecinos, quienes se mantenían en un feliz silencio y, husmeando desde sus ventanas, esperaban ver salir a los artistas de la casa del “señor de las guitarras”.

Esas eran las principales ocupaciones de mi tío. También, el cuidado de sus hijos y de su madre, hermanos y sobrinos, de quienes se convirtió en su protector natural. Fuera de ello, la vida común y corriente lo aburría. Tal vez por eso nunca concluyó la enorme casa que se estaba construyendo en Manchay, o compraba cosas que nunca utilizaba, como ese carro que fue empolvándose y ahuesándose frente a su taller, hasta que se lo llevaron como chatarra.

Reservado como era con sus cosas más íntimas, observaba la vida con un interés científico, tratando de encontrarle la solución a sus defectos. Pero un día se quedó sin respuestas. Lo noté cuando fui a verlo al hospital donde lo internaron de emergencia. Tenía sesenta y tres años y habría de recibir la peor de las noticias: que le quedaban unos meses de vida. Años de una gastritis crónica, nunca bien examinada, ocultaban un cáncer de hígado.

En una de las tantas conversaciones que tuvimos, alguna vez hablamos de la muerte y me dijo: “Quisiera morirme sin dolor y aparecer en otro lado”.  Por eso, al enterarme de su situación, una confusa mezcla de tristeza, rabia e impotencia me invadió. ¿Qué podía hacer yo? Busqué a uno de sus hijos y le dije: “No se puede ir así nomás. Tenemos que dejar testimonio de todo lo que sabe. Voy a entrevistarlo y hacer algo con eso.”

Al poco tiempo, mi primo me llamó para informarme que había comprado una grabadora y una cámara de video. Garrapateé un esquema de trabajo para ir a hacer las entrevistas. Pero algo me sucedió desde el día posterior a mi visita al hospital. Una debilidad y un malestar muy grandes me impidieron levantarme de la cama por varios días. Pensaba que me había contagiado o enfermado de algo y me hice examinar. Entre los chequeos y las duras semanas de corrección de exámenes en la universidad, se me pasó el tiempo y una tarde triste y dolorosa me vi acompañando a mi tío en su despedida final.

Desde entonces algunas dudas me atormentan: ¿Sabía mi tío lo que yo pensaba hacer? ¿Me estuvo esperando en su hora de agonía para contarme, entre otras cosas, algo urgente y definitivo? No me he atrevido a preguntar. Igual para mí se trata de una deuda impaga, una deuda que ojalá empiece a pagar con estas líneas. Tengo que hacerlo porque, conforme me acerco a la edad que entonces tenía, me siento más identificado con él. Tengo que hacerlo porque yo también vivo apertrechado en mi mundo, aspirando a lograr algunas magias para corregir la vida. Como hacer desandar el tiempo o aparecerme en ese otro lugar para cumplir finalmente con aquella cita.

…

*Ganador del Premio Nacional de Literatura – Novela 2018, por Esta casa vacía (Peisa). Marco García Falcón está considerado como la mayor pluma de su generación.

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Tags: germán falcónmarco garcía falcón
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