El jolgorio de Tacabamba llegó a las pantallas limeñas con problemas técnicos. La distancia que separa al remoto distrito chotano de la megalópolis capitalina se expresaba en la brecha digital y en otros abismos. Algunos analistas estupefactos volvieron a lamentar que Lima no hubiera escuchado con la debida anticipación el rugido del Perú profundo. La pandemia mortal exacerbó dramáticamente las desigualdades y ahí estaba el resultado.
Tampoco es para sorprenderse tanto. El voto del descontento canalizado por alguna expresión de izquierda ha tenido participaciones importantes en todas las elecciones desde el retorno de la democracia en el año 2000. En el 2001 Alejandro Toledo tuvo la virtud -y esto se suele olvidar- de amalgamar una mirada cosmopolita con la reivindicación indígena.
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El militar Ollanta Humala ocupó ese espacio en las dos elecciones siguientes y Verónika Mendoza se impuso al radical Gregorio Santos por el favor del voto del centro y sur en el 2016. El cajamarquino, sin embargo, bloqueó a la vez el pase de la cusqueña a la segunda vuelta. Ese 4% de votos válidos le hubiera bastado para dejar por fuera a Pedro Pablo Kuczynski.
Estaba visto visto que Yhony Lescano ya le había restado intención de voto a Mendoza en los que habían sido sus bastiones. La candidata de Juntos Por el Perú apostó por una política con acento identitario y de minorías en la búsqueda de extender su voto en un ámbito más urbano. Pero si para el sur se volvió muy caviar, para Lima seguía siendo roja. Desde otra perspectiva, esa misma mirada terminó por lastrar la candidatura de Julio Guzmán, que nunca despegó. El centro se quedó en buenas intenciones y mala puntería. Muchas redes y poca calle.
George Forsyth y Lescano también se desperdigaron por el camino. El primero no llegó a cuajar el mensaje y no supo compensar sus limitaciones con la fortaleza de algunos miembros de su equipo, como Jorge Nieto, que se quedaron con perfil bajo. Lo de Lescano es harina de otro costal. La punta temprana que le otorgó la combinación de la marca de la lampa con su perfil de congresista populista fue saboteada por el propio candidato, empecinado en no salir del ama sua en la búsqueda por más votos.
Keiko Fujimori salió maltrecha de la destrucción del sistema político, pero no muerta. Su 40% de votos válidos cosechado en el 2016 se dividió, como los de todos, y de ahí las “tres cepas” criticadas por el discurso cívico. Rafael López Aliaga por el lado ultraconservador, y Hernando de Soto por el flanco más liberal. Pero el último tenía evidentes afinidades con una candidatura anterior como la de Pedro Pablo Kuczynski, que en su momento fue capaz de cosechar el antifujimorismo para ganar por 0.24 puntos la segunda vuelta.
Esta vez Castillo es la antítesis de PPK, lo que pone a Fujimori más cerca que nunca de Palacio de Gobierno. Llama la atención que los dos contendientes que se verán en la segunda vuelta tengan detrás aparatos políticos de lo más tradicionales, cuando las facciones que celebraron en la tierra arrasada política de los últimos años esperaban cosechar con eso que llaman “caras nuevas”. Nadie sabe para quien trabaja.