Los periodistas que siguieron la huelga magisterial del año 2017 ya tenían presentes las taras que lastran al personaje. Rudimentario, incapaz de articular ideas medianamente complejas y sumamente intransigente. El punto central y casi único de su agenda era que el Estado reconozca a su gremio magisterial salido del MOVADEF. La zanahoria con la que aglutinó a los maestros era el incremento salarial y, en menor medida, la promesa de derogar la ley de reforma magisterial.
Para muchos más, Castillo se proyectó como una figura exótica y una expresión de las brechas nacionales. Argumentaban que tan limitado no podía ser porque comandó la huelga de maestros con más convocatoria en las últimas décadas. Un ladino que orientado correctamente podría ser un presidente pasable. Era una nueva muestra del buen salvaje, de un líder infantilizado por los bienpensantes.
Desde esa perspectiva, el fantasma comunista era eso. Un cuco. Un espanta-pitucos que se vacilaba desde Huancayo.
Todo este razonamiento se impuso porque tenía como rival a Keiko Fujimori, que no llegó a desprenderse de los antis con los que carga su apellido y su propia carrera política.
En medio de la gran incertidumbre que caracterizó su toma de mando, Castillo puso de primer ministro a Guido Bellido, un congresista de obsoleta formación comunista. Al colapso de ese Gabinete le siguió el de Mirtha Vásquez, saboteado desde dentro por el propio presidente. Ahí prácticamente se acabaron sus posibilidades de darle gobernabilidad a la gestión. Con un par de excepciones, lo de Héctor Valer y Aníbal Torres es raspar la olla.
Hoy queda claro que el país no se merecía el castigo que es Castillo.
No se merece su perorata refundacional, ignorante de la historia de la patria y la identidad nacional forjada con el sacrificio de miles de peruanos.
No se merece su desprecio a la hora de nombrar altos funcionarios no idóneos y copar los enclaves profesionales del Estado que han contribuido a su estabilidad económica en medio de lustros de convulsiones políticas.
No se merece que personajes con todo tipo de prontuarios —desde agresores de mujeres hasta asaltantes de restaurantes— se paseen por Palacio de Gobierno y festinen obras públicas teñidas de corrupción.
No se merece su desprecio por la prensa y la libertad de expresión, que son condiciones esenciales para la existencia de una democracia.
No se merece a sus anfitriones radicales vinculados a Cuba y Venezuela, que con Nicaragua conforman el trío de parias del continente.
La tardía renuncia del ministro de Transportes y Comunicaciones, Juan Silva, es una buena noticia. Se fue cercado ante la posibilidad de ser censurado por el Parlamento. A la brevedad deberían de seguirle Hernán Condori de Salud y Carlos Palacios de Energía y Minas, dos carteras cruciales con ministros inaptos que son controladas por Vladimir Cerrón.
El Parlamento está obligado a ejercer su labor de control político más allá de la polarización, las poco sutiles ambiciones presidenciales de la titular del Congreso y de las proyecciones de vacancia o impeachment, con las consideraciones constitucionales de cada una de las figuras. Hoy mismo, los cuestionables pero efectivos puentes que ha tendido el Ejecutivo alejan la posibilidad de contar con los 87 votos de rigor. Ya se verá lo que pase.
A menos que sea con fuga y tondero, la renuncia del presidente también es remota. En el Perú, el presidente que renuncia y se queda en el país se va preso. El instinto de supervivencia acompaña a todos los seres humanos. Incluso a los más incapaces.