Resulta imposible no pensar en estas últimas horas en la figura de Valentín Paniagua (1936 – 2006), político de Acción Popular que asumió la Presidencia de la República en uno de los momentos más críticos de su historia.
Un poco de memoria. Fines de los 90: la situación política, económica y social del país no era en absoluto positiva. El escenario nacional estaba barnizado por una evidente captura del poder estatal por parte del gobierno de Alberto Fujimori y su siniestro asesor Vladimiro Montesinos. Las calles del país se habían convertido en un hervidero de protestas a cuenta de las evidentes irregularidades que Fujimori estaba cometiendo para conseguir por tercera vez la conducción gubernamental.
Por si no fuera poco, la economía se encontraba en cuidados intensivos y la totalidad del espectro de las Fuerzas Armadas era cuestionada por organismos locales e internacionales por violar los derechos humanos.

Este último señalamiento no es gratuito, porque para fines de aquel decenio había suficientes pruebas de las tropelías cometidas por el Servicio de Inteligencia Nacional, que mostró, por ejemplo, el fuego de su logística durante la Marcha de los Cuatro Suyos (26, 27 y 28 de julio del 2000) al infiltrar agitadores profesionales en lo que a la fecha es la mayor manifestación pública contra el andamiaje de poder de Fujimori.
De aquellas históricas jornadas, permanece en la memoria colectiva el incendio de la sede del Banco de la Nación (ubicado en el cruce de las avenidas Colmena con Lampa del Centro Histórico), en donde murieron asfixiados seis guardias de seguridad.
Fujimori, sintiéndose asegurado en el gobierno por un lustro más, creyó que la agitación de la población se calmaría, pero sucedió todo lo contrario cuando el 14 de setiembre del 2000 se emitió el primer video en el que se apreciaba a Montesinos entregando dinero a un congresista de Perú Posible. Como si fuera una secuencia de fichas de dominó, Fujimori vio cómo desaparecía su atesorado poder.
Fujimori fue perdiendo la legitimidad, incluso la otorgada por los seguidores de su partido Perú 2000. Acorralado por las evidencias de los videos (el Congreso llegó a convertirse en una sala de cine), viajó en noviembre a la Cumbre APEC en el sultanato de Brunei y renuncia a la Presidencia de la República vía fax el 19 de ese mes desde Tokyo, Japón. Días antes, el 16, Valentín Paniagua fue nombrado Presidente del Congreso tras la destitución de Martha Hildebrandt. Es precisamente en este escenario acéfalo, que el Congreso designa, siguiendo los cauces de la Constitución, a Paniagua como Presidente de la República el 22 de noviembre del 2000.
En su corta gestión gubernamental, Paniagua garantizó el proceso de elecciones generales del 2001, el cual ya había sido anunciado informalmente por Fujimori tras la aparición del primer “vladivideo”; brindó apoyo a José Ugaz, el Procurador Ad-Hoc de la Nación en el caso Fujimori y Montesinos; impulsó la creación de la Comisión de la Verdad y Reconciliación; y propició el juicio a los cabecillas terroristas en el fuero civil.

Al igual que con Paniagua, un congresista de Acción Popular asumió en estas últimas horas la Presidencia de la República en medio de un vacío de poder generado por un ambiente político ensombrecido por la corrupción, el descontento social y el hartazgo a razón del pésimo manejo de la crisis sanitaria de la COVID-19 por parte del gobierno del expresidente Martín Vizcarra.
Sin embargo, a diferencia de Paniagua, la forma en cómo Manuel Merino llega a la Presidencia destila todos los hedores del cálculo político, la mentira en cópula con el oportunismo y una postura ambivalente en la lucha contra la corrupción.

Paniagua condujo al país con la validez que le proporcionaba una trayectoria modesta pero intachable. En cambio, no se puede decir lo mismo de la forma cómo Merino arriba a la Presidencia de la República.
Merino buscó la Presidencia sin las credenciales de la legitimidad ética, asociándose con un congresista como Edgar Alarcón, con serias acusaciones por corrupción en el aparato estatal; acusaciones, hay que subrayar, a las que Merino en su calidad de Presidente del Congreso jamás se animó a enfrentar, revelando una incoherencia moral (“estoy en contra de la corrupción”, ha dicho en más de una ocasión) que ha sido detectada por la reserva moral de la clase política y, muy en especial, por la población que viene saliendo a las calles para hacer sentir su justificada indignación.
¿Qué garantía ofrece el Presidente de la República, Manuel Merino, en la lucha contra el lastre de la corrupción si su socio político (con quien al segundo intento consiguió vacar a Vizcarra) es un intocable para él?
Merino ha asegurado que respetará el próximo proceso electoral. Pero lo que no ha asegurado, y tendría que hacerlo por la salud moral del país, es si indultará o no a Antauro Humala, preso por el Andahuaylazo del 2005, con el que pretendió forzar la renuncia del entonces mandatario Alejandro Toledo y que dejó el saldo de 4 policías y 2 reservistas muertos, hecho por el cual cumple 19 años de cárcel.

No se trata de un tema que Merino deba dejar para después. De su evidente relación con Alarcón hay más de un sólido indicio que señala que se está cumpliendo el plan mayor del cuestionado congresista de Unión Por el Perú y actual Presidente de Fiscalización del Congreso en el marco de la pandemia de la COVID-19: liberar a Antauro Humala.
Las sospechas podrían devenir en certeza tras las últimas declaraciones de José Vega Antonio, vocero y dueño de UPP, al indicar que “la liberación de Antauro Humala está en curso”. Lo dicho por Vega calza con el contenido de los audios, presentados a la prensa y opinión pública en octubre pasado, en los que se escucha a Humala coordinando la metodología de la vacancia a Vizcarra con los congresistas de UPP.
¿Se prestará Merino a una situación que lo dejará sin duda alguna como un títere? No lo sabemos, aunque más de uno piensa que sí. De lo que no hay duda: las diferencias entre Valentín Paniagua y Manuel Merino son abismales.