No solo por larga (casi tres horas), ni por desordenada, será recordada la juramentación del primer Gabinete Ministerial del presidente Pedro Castillo, sino también por ese aliento de “aromas” mentirosos y demagógicos que la antecedieron.
Cuando más de uno pensaba (en especial, los que votaron por Perú Libre/Castillo para contrarrestar al fujimorismo en la segunda vuelta) que Castillo empezaría a mostrar lo que no en su trayectoria política, es decir, sentido común más allá de su discurso político social, le propinó al Perú entero un chicotazo.
Es verdad que se barajaron algunos nombres para hacerse cargo de la Presidencia del Consejo de Ministros (PCM), como Roger Najar (con serios cuestionamientos morales que no desglosaremos en esta ocasión) y Gonzalo Alegría Varona, pero casi nadie imaginó que Castillo terminaría apostando —para este cargo medular en la conducción del país— por la opción más inimaginable, tan gruesa que terminó silenciando a todo el universo castillista, cuyos infatigables integrantes aseguraban que Castillo cumpliría una gestión moderada, lejana de las posturas radicales del líder de Perú Libre, Vladimir Cerrón.
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De esto hemos sido testigos en los últimos días, cuando la incertidumbre crecía en la población debido al mutismo de Castillo sobre su inmediato equipo de trabajo. Esta incertidumbre tenía dos columnas de apoyo: cómo se llevaría la reactivación económica y cuál sería la política sanitaria durante su gobierno. En este escenario se hizo más fuerte la sombra de Cerrón, que pasaba del trascendido a la posible certeza en cuanto a su influencia sobre Castillo para designar a los miembros de su primer Gabinete Ministerial.

Pareció un mal sueño, pero no. La realidad superó a la pesadilla y cacheteó incluso a los más pujantes castillistas (las redes del lápiz quedaron anonadadas, solo los kamikazes resistían como podían, desafiando a la inteligencia con argumentos dignos de una pésima borrachera. A saber: Castillo estaría aplicando una estrategia para deshacerse de Cerrón), gracias a la fina cortesía del presidente, que designó a Guido Bellido como cabeza de la PCM.
Bellido jurando en Ayacucho como primer ministro encendió la indignación de medio Perú y causó desazón en la mayoría de la otra mitad del país que votó por Castillo. Por ambas vías, el efecto fue el mismo, el chicotazo jodió a millones de peruanos. No es para menos, porque en la polarizada campaña electoral de la segunda vuelta, hubo un factor que en sus discutidos matices unía a los bandos en disputa: la condena social del terrorismo.
“No somos terroristas”, se le escuchó repetir no una, sino más de treinta veces a Castillo en estas últimas semanas. Entonces, en coherencia con esa consigna moral, cuesta entender la designación de un personaje tan discutido como Bellido, que viene siendo investigado por la Fiscalía por apología al terrorismo, específicamente el relacionado a Sendero Luminoso. Este nombramiento dinamita la figura de Castillo, que cada día se parece a lo que desmiente toda vez que puede: ser una pieza más en el tablero ideológico de Vladimir Cerrón.

Tras la designación de Bellido y la demora en la juramentación de ministros —incompleta porque aún no hay responsables para las carteras de Economía y Justicia y Derechos Humanos—, los Castillo Lovers (no olvidemos que hace poco fueron a mucha honra Vizcarra Lovers) están siendo cuestionados sobre el propósito de sus campañas virtuales (¿amor al chancho u obsesión por el chicharrón?). Al respecto, no quiero especular, seguramente la febril actividad en el tecleo se ha visto interrumpida por problemas en el servicio de internet. Pero más allá de estas impresiones, lo que resulta evidente es que los actos y decisiones realizados en las últimas horas por Castillo demuelen cualquier discurso que los justifique.
¿Acaso Mario Vargas Llosa tenía razón?, se pregunta más de uno en estas obligadas horas de reflexión.