Cuando estalló la pandemia también estalló nuestra forma de ver y vivir en el mundo: nadie sospechó que la proximidad con el prójimo podría ser letal. La aparición del Covid-19 nos ha obligado a redefinir nuestras expresiones afectivas con los seres queridos. Los besos y los abrazos han quedado proscritos, a lo sumo un choque de puños para dejar en claro nuestro aprecio, nuestro cariño. Hemos quedado desprovistos del contacto físico y eso no ha sido fácil. Algunos se han rehusado a soportar esa carencia y han recorrido un camino de riesgos: varios se contagiaron y tuvieron el susto de sus vidas, otros no pudieron recuperarse y ya no están. Así hemos estado desde el año pasado, así seguimos todavía.
Salir a la calle se ha vuelto una incursión que requiere de cuidados muy prolijos: la mascarilla es central y no puede faltar, más ahora que se habla de nuevas variantes más contagiosas y mortales, ejemplo, la brasileña, la británica, la sudafricana y también la nigeriana. En Europa se habla de ella.
Este panorama ha obligado a los expertos en salud pública a recomendar la utilización de doble mascarilla y protectores faciales. Una incomodidad absoluta, pero califican de medidas ineludibles si queremos protegernos. Asumir estos cuidados es necesario para la protección de nuestras vidas.
Quizás algunos piensen que es demasiado, que es exagerado, sin embargo, ser exagerado en estos tiempos de pandemia puede ser determinante para reducir el riesgo de contagios; un comportamiento disciplinado significaría salvarnos el pellejo: nadie sabe cómo su cuerpo va a reaccionar, algunos podrían tener síntomas leves, otros pueden terminar-si encuentran-en una cama UCI. Por último, también están los que llegaron a un hospital o clínica y no lograron salvarse. Esa es la realidad.
Este escenario ha modificado la estabilidad psíquica de muchas personas, no solo porque la vida social se haya reducido ostensiblemente: las pérdidas de familiares, amigos o conocidos es un golpe duro, devastador. La tragedia dejó hace rato de ser lejana, ahora está cerca de nosotros; la tragedia nos respira en la nuca. La distracción está prohibida.
Aun así, la imprudencia persiste y algunos irresponsables acuden raudos, casi desesperados a encontrarse con amigos e imaginar que la pesadilla no existe: estas personas provienen de todas las clases sociales, los inconscientes están en todos lados: el licor varía según la plata que se tenga; algunos beben whisky o cerveza, otros más recios, ron con Coca Cola. Al final el peligro es el mismo: si alguien está infectado de Coronavirus se convierte en un arma de destrucción masiva. Imagínense con las nuevas variables más contagiosas, más letales.
Ha pasado un año de la aparición del Covid-19 en el mundo y en el Perú vemos nuestras cifras. Rogamos porque no tengamos más contagiados, más muertos. Sin embargo, allí están los números: tenemos 1, 466, 326 casos de infectados y 50, 198 fallecidos; lo increíble es que mucha gente todavía no quiere asumir la gravedad de este escenario pandémico, salvo cuando caen contagiados y es muy tarde para reaccionar.
La vacunación empieza a levantar vuelo en el país, empezamos a ver a adultos mayores optimistas por haber recibido su primera dosis; sus sonrisas evidencian que creen que esto va a terminar, pronto vamos a despertar de la pesadilla. Tienen razones para creer y esa confianza es alentadora, pero el camino todavía es largo.
Se calcula que recién para el 2022 se empezará a nivel mundial a alcanzar la inmunidad de rebaño, eso incluye al Perú. Mientras tanto todo este 2021 será un año de vacunación y cuidados. Todavía tendremos que esforzarnos por preservar nuestra salud con mascarillas y protectores faciales. La vida cambió, hay que aceptarlo: deberemos tener paciencia y aguardar que el 70% de la población esté inmunizada. Se aproxima el recorrido de la recta final, no será corto, pero estamos cerca de comenzarlo. Salir y respirar sin miedo, salir y abrazarnos con quienes queremos. Será realidad, se va a lograr.