Desde que empezó a convertirse en un escritor de alcance internacional: su nombre nunca pasó desapercibido. Vargas Llosa se construyó intelectualmente para ubicarse en el mapa y exponer su visión del mundo sin timidez o reparos. Siempre ha tenido una actitud franca y concluyente en sus juicios. No importaba si eran apreciaciones artísticas o políticas, la direccionalidad de sus opiniones siempre han apuntado hacia el centro de la cuestión: nada de amagues o requiebres. Sus intervenciones han sido disparos limpios y certeros. Los muertos y los heridos han sido algo natural en toda polémica intelectual. Nunca un drama.
Ese temperamento, sanguíneo y directo, le ha valido reconocimiento, pero también rechazo de ciertos sectores. Nuestro Nobel de Literatura no tiene una proyección de imagen de un tipo entrañable, querible: Vargas Llosa no es el escritor favorito de los jóvenes, no es Galeano o Benedetti. No tiene un aura romántica o soñadora. No es de izquierda; lo fue y se desencantó. El caso Padilla lo terminó de distanciarse de la revolución cubana.
El autor de Conversación en la Catedral es un intelectual de una impronta agresiva y cartesiana, sus temas de abordaje literario no exploran-estrictamente-el mundo interior de sus personajes y tampoco tiene aproximaciones de perplejidades intimistas: Vargas Llosa no es Philip Roth, Paul Auster, Richard Ford o Hanif Kureishi. Y tampoco tendría que serlo.
El sello de Vargas Llosa está ubicado en un universo literario que persigue narrar las perplejidades de un mundo hostil, corrupto, abusivo y violento. Y muchas de sus obras, exploran esas inquietudes en el contexto político o en escenarios decadentes donde la opresión tiene un rol clave, como La ciudad y los perros, Conversación en la Catedral, La guerra del fin del mundo, Historia de Mayta, La fiesta del Chivo o la última Tiempos recios.
Que su universo temático es más grande, sí. Por ejemplo, el erotismo: ámbito donde se divierte y apuesta hacia otros sentidos narrativos, como Los Cuadernos de Don Rigoberto. Sin embargo, la fuerza convocante de su trabajo literario ha tenido un impacto de relieve en historias donde el poder y sus diversas dimensiones han sido gravitantes. Esa mirada que apela a desentrañar los autoritarismos o el abuso conforman el centro de la narrativa de Vargas Llosa.
Un nombre que puede expresar ese sentir narrativo es ‘Cayo’ Bermúdez, el represor político de Conversación en La Catedral: personaje inspirado en Alejandro Esparza Zañartu, hombre de confianza del dictador Manuel Odría; la mano represiva del régimen. Un Montesinos de las décadas del cuarenta y cincuenta.
Seres de esa naturaleza pueblan muchas páginas de la obra Vargasllosiana: hombres dispuestos a matar y hacer sufrir a otros sin sentimientos de culpa; solo disponen de la ambición para mantener el poder e imponerse por la fuerza. Hombres que no tienen corazón, solo un alma aniquilada.
Esos territorios narrativos son las claves de varias de las novelas de Vargas Llosa, porque en ellas muestra su potencia y agudeza al construir esos personajes ruines que nos convocan a pensar y a interpelar nuestra realidad. Allí existe un gran valor.
Su interés por la política ha estado presente en él desde muy joven: sus novelas evidencian esa inquietud y conforma uno de sus ejes centrales de su narrativa como hemos mencionado. Sin embargo, el haberse convertido en candidato presidencial en las elecciones de 1990: representó un acontecimiento de consecuencias frustrantes y amargas en su recorrido vital.
En esa época experimentó en carne propia lo mezquina y despreciable que es la política con sus trampas e intrigas. Un mundo donde los contubernios y las traiciones confluyen para alcanzar o mantenerse en el poder. Transitar ese camino era inviable para él, no pertenecía a ese mundo y sintió el golpe de las difamaciones y mentiras. Al final, Alberto Fujimori ganó y la historia política del país, bajo su mandato, se escribió en tono novelesco con pasajes truculentos y oscuros.
Esa experiencia fue exorcizada en su libro de memorias El Pez en el Agua, donde vuelve a la escritura y aborda su vida desde un historial familiar doloroso-especialmente por la compleja relación con su padre-hasta una campaña política áspera y decepcionante.
En El Pez en el Agua no solo retorna el escritor, también arroja su mirada sobre su recorrido personal a través de unas memorias que nos ayudan a comprender cómo percibe su vida y todo aquello que ha sido sustancial en su existencia. El narrador se mira y expone de forma sincera su propio mundo.
Un mundo, que, a pesar de todo, le ha sonreído: la obtención del Premio Nobel de Literatura en el año 2010 lo legitimó aún más: el máximo galardón de las letras era un pendiente, que, en apariencia, no le quitaba el sueño. Eso decía cada año que se acercaba la fecha de las premiaciones, pero llegó el día: la llamada proveniente de la Academia Sueca lo sorprendió en Nueva York y al principio tuvo dudas, terror de que fuera una broma perversa. Sin embargo, se esfumaron las vacilaciones y se confirmó que la alta distinción lo honraba a él. Y honraba a todos los peruanos.
Ahora, es cierto que, en algunos sectores, en especial ideológicos, no lo quieren. Pero hay que considerar lo siguiente: la política le granjeó varios enemigos y en el ámbito intelectual el roce doctrinario siempre ha sido inevitable, sobre todo cuando él polemiza con pasión e intensidad. Pero eso es parte de su personalidad, como ya lo hemos dicho: Vargas Llosa, desde sus primeros años como escritor, ha defendido su manera de ver el mundo con firmeza y sin temores. Que se ha equivocado, sí. Que ha sido arbitrario en sus opiniones en ocasiones, de seguro que sí. Eso no lo invalida: su voz, invariablemente, es una referencia clave, esencial para aproximarnos a comprender rasgos de nuestra peruanidad y humanidad. Un aporte que no es poca cosa. Todo lo contrario: su mirada, a través de sus puntos de vista o de sus personajes literarios, ayuda a conjurar vacilaciones, a echar luces en las sombras de nuestra naturaleza.