Hay episodios en la vida donde los padres, hermanos, tíos, primos, profesores o amigos son agentes de transmisión de habilidades o de conocimientos que serán esenciales para los niños, adolescentes o jóvenes. Momentos donde una
recomendación o un consejo bien planteado puede lograr que se construya un destino.
Un destino que se puede labrar desde el encuentro con un libro, una novela o un conjunto de cuentos para empezar. La literatura es un buen camino para recorrer: a través de sus historias niños o niñas crecen y se conviertan en seres
pensantes. El azar muchas veces juega un papel protagónico, pero no se puede pretender dejar el futuro en manos del azar: hay que hacer el esfuerzo para propiciar un camino, una vida.
Nada garantiza nada, cada uno ve cómo utiliza lo que aprende, el asunto es que haya material para aprender. Una casa con buenos libros ayuda, pero si no hay: también ayuda un colegio, una universidad. El problema es cuando ni el colegio o la universidad ofrecen esos buenos libros. No me menciono bibliotecas públicas: en el Perú escasean, son casi fantasmales.
Pero cuando se produce ese encuentro de la literatura con el potencial lector, la magia puede presentarse. Va a depender que la novela, el cuento o la poesía no se sientan como algo impuesto, como una dictadura libresca. Todo lo
contrario: ese primer acercamiento debe ser amable, persuasivo para que la seducción aflore y conquiste a ese niño o joven que recién se acerca al universo literario.
Por eso las recomendaciones también deben ser pertinentes: a un chico de 10 años no se le va a recomendar Ficciones de Borges, tampoco Las nieves del Kilimanjaro de Hemingway: hay asuntos metafísicos y existenciales que son
indescifrables para alguien tan joven, pero hay otras historias que pueden capturar su atención y contribuir con la imaginación, con los sueños. Por ejemplo, Las mil y una noches, donde hay fantasía; Los relatos de Sherlock
Holmes, donde el misterio es central o la siempre entretenida literatura de caballería, como Ivanhoe. Harry Potter también vale. El señor de los anillos: son tres libros y muy largos, no recomendable a esa edad. Quizás a los 15.
Aunque siempre hay excepciones: recuerden que la play es un competidor desleal.
Ahora, cualquier libro de Stephen King: Carrie, La hora del vampiro, It, El resplandor, Cementerio de mascotas o la antología de relatos El umbral en la noche, son obras que no deben ser leídas hasta cerciorarse que los chicos
hayan vencido el miedo a la oscuridad. También hay que cerciorarse, si uno mismo ha vencido ese temor: hay puertas que no deben abrirse sin estar listo. Las terapias cuestan. Pero en la juventud, en esa edad de los 18 o 20 años, cuando existe un recorrido vital más consistente, cuando el aprendizaje sentimental tiene sus primeras huellas o heridas, aparecen lecturas propicias que nos ayudan a interpretar nuestro agitado mundo interior, ese que muchas veces nos roba nuestras noches de sueño, que nos estruja el corazón.
Eso es clave: que los jóvenes empiecen a reconocer aquellos autores con sus novelas o libros de cuentos que los ayuden a verse, a explorar ese mundo interno tan temido en ocasiones y se den cuenta qué les hace sentir la buena literatura. Tomar en cuenta que hay mala literatura: sí, hay libros malos, muy malos.
El escritor norteamericano Richard Ford, en su libro Flores en las grietas, expresa que cuando era profesor de literatura, estaba interesado en que sus estudiantes aprendieran sobre qué los hacía sentir la literatura: un viaje personal esencial para emprender un descubrimiento sobre uno mismo, sobre el mundo.
Ford decía que la literatura era hermosa porque tenía misterio, densidad, autoridad, capacidad de conexión, variedad, grandeza, percepción y magnitud. En otras palabras, eso significaba que tenía valor.
Y quizás ese valor esté en esos personajes ficticios que a través de sus historias expresan verdades irrefutables que nos sobresaltan el corazón. Allí está la frustración permanente de Zavalita con el Perú en Conversación en la Catedral, de Vargas Llosa; el drama de Harry, el escritor que no escribe y espera su muerte en Las Nieves del Kilimanjaro, de Hemingway; las vicisitudes sexuales de Neil Klugman con su noviecita de clase alta en Goodbye Columbus, de Philip Roth o el desmoronamiento psíquico de Esther Greenwood, en La campana de cristal, de Sylvia Plath. Todos personajes complejos, heridos, pero seductores. Que nos obligan a pensar y a revisar nuestra propia mirada sobre el mundo, sobre nosotros. Y mirar no es fácil, pero es imprescindible: la literatura también sirve para eso.