No debe haber en la historia última de la política internacional un personaje como Pedro Castillo. Visto de lejos y de cerca —aunque basta con hacerlo a la distancia—, la gestión del mandatario peruano presenta episodios que convierten en menudencia a la política ficción que vemos en las series de las plataformas.
Empapelado por todos sus lados —hay que subrayar: nunca se ha visto a un presidente con varias acusaciones fiscales—, con sus allegados fugados y otros convertidos en colaboradores eficaces, entre otras perlas, Castillo en un contexto “normal” ya habría sido puesto en orden por un Congreso responsable.
Las encuestas y en especial las calles son claras: la población quiere que se vaya Castillo y también el Congreso.
No pocos analistas enfatizaban que el Congreso era la única esperanza para salir de esta crisis.No es para menos, porque la.misma tiene distintos planos: político, social y económico, tragedias a las que se suma la del propio Estado a razón del ejército de incapaces que ha invadido todas sus instituciones (basta el ejemplo del sector salud para tener una idea del deterioro) desde que Castillo entró a gobernar. Esto no quiere decir que en gestiones presidenciales anteriores no se haya visto el tarjetazo, puesto que esta modalidad del criollismo político es costumbre y orden acordada en nuestra idiosincrasia, sin embargo, no se apreciaba en ellas lo de hoy: una destrucción galopante del Estado y quienes sufren este descalabro son los peruanos menos favorecidos.

A Castillo no le interesa sintonizar con las verdaderas urgencias sociales. Sus fuerzas físicas y mentales están abocadas a renovar su supervivencia en el máximo cargo de la Nación. En este punto, el Congreso no es ajeno a la problemática, no lo es: es también sustancia de la misma.
Así de duro, así de real.
El Congreso ha ganado a pulso el repudio social, porque habiendo tenido más de una oportunidad para vacar a Castillo no puede hasta el momento armar una estrategia que cumpla el propósito que se pide a gritos. Castillo ya conoce su discurso y va terminar en esa ley. El cinismo en su máxima expresión para su caso y la frivolidad absoluta para el Congreso.
Gritoneos, jaloneos, burlas en las intervenciones, mociones (y más mociones), falsas sesiones de Zoom, “Niños”, acusados de violación y maltrato a mujeres… La lista del horror puede crecer, pero lo consignado es más que suficiente (el jaloneo de Maricarmen Alva a Isabel Cortez no debe verse como un hecho infrecuente, sino como una raya más al tigre).
Es decir, los peruanos observan a diario esta pasarela de inconductas a las cuales ya encontró el truco, porque la viveza se cuenta sola.
Más o menos así:
Los congresistas no quieren perder sus gollerías, la hacen larga en este festín de la indignación estratégica, brindando diariamente una performance que dignifica su falta de legitimidad: “Que se vaya Castillo para que asuma Dina Boluarte, pero no conviene porque dará cabida al poder “caviar”, o en todo caso que se vayan Castillo y Boluarte para que asuma Lady Camones siempre y cuando haga un llamado a elecciones, ojito: solo presidencial; pero Lady no conviene porque no representa los intereses del pueblo, que se quede Dina, pues, ni hablar, Dina tiene serias acusaciones, pero aguanta, querido/querida, hay que buscar una salida política porque Castillo es el problema, ya luego nos acomodamos…”.
El Congreso cree que la gente es tonta.