Mientras la Amazonía cubre más de la mitad del territorio peruano y alberga cerca del 10% de la biodiversidad del planeta, estos mismos territorios están bajo ataque del crimen organizado ambiental. En pleno confinamiento por la pandemia del COVID19, Perú alcanzó niveles históricos de deforestación con un total de 203.272 hectáreas arrasadas, casi 40% más que en 2019. Desde 2021 cerca de 26.000 km2 de bosques tropicales han desparecido, el equivalente a un área del tamaño de El Salvador.
Hoy en día, Perú se ubica en el quinto lugar con la mayor tasa de deforestación del mundo y el tercero mayor en la Amazonía, detrás de Brasil y Bolivia. No obstante, la amenaza no es solo al más grande bosque tropical del planeta. La capacidad de resiliencia del Estado también está puesta a prueba, así como de la sociedad civil, del sector privado y financiero, y quizás de la propia democracia de ese ya inestable país andino. Es lo que cuenta el último informe “Raíces de los Delitos Ambientales en la Amazonía Peruana”, publicado por Insight Crime en alianza con el Instituto Igarapé. El estudio debe servir como señal de alerta a las autoridades peruanas, como también a aquellas de todos sus vecinos de la región amazónica.

Cerca del 80% de la madera peruana que se exporta tiene origen ilegal y abastece mercados como Estados Unidos y China.
A esto se suma otro flagelo, la corrupción pública y privada. Aunque no es nuevo en las Américas, el soborno de redes criminales crea incubadoras para economías criminales, al mismo tiempo que ha alimentado un entramado de redes de lavado de activos que se albergan fácilmente en paraísos fiscales a través de grandes fachadas de empresas.
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En el Perú, como en otros países amazónicos, las estructuras criminales locales y transnacionales aprovechan los delitos ambientales (la tala ilegal, la minería ilegal o el tráfico de vida silvestre) como una oportunidad de generación de ingresos, con alto rédito y bajo riesgo. Así, los delitos ambientales complementan cada vez más las ganancias de otras economías criminales como el narcotráfico, la trata de personas, el tráfico de armas, entre otras.
Como en Colombia o Brasil, la expansión irregular e ilegal de la ganadería y las actividades agrícolas –apoyadas en Perú por el tráfico de tierras– constituyen los principales motores de la deforestación. Aunque la Amazonía ha sido explotada por décadas, el gobierno de Alberto Fujimori (1990-2009) abrió la puerta a la expansión irregular e ilegal de las actividades agrícolas. “Fujimori creía que la Amazonía era un ‘terreno baldío’ que debía ponerse a producir”, dijo Magaly Ávila, directora del programa de gobernanza forestal para Proética, el capítulo peruano de Transparencia Internacional.
Situación favorable para las grandes empresas agroindustriales, que encuentran campo libre para expandir sus franquicias lucrativas sin que se construya una visión de desarrollo sostenible. Las plantaciones de palma de aceite, por ejemplo, han crecido en cerca del 95% en los últimos diez años en Perú. Así, la deforestación se ha incrementado en departamentos amazónicos como Loreto y San Martín al norte, así como en Ucayali, Huánuco y Pasco, en el centro del país, y a Madre de Dios, al sur.
A esto se suma además la histórica vulneración del derecho al acceso a la tierra ancestral de los pueblos indígenas peruanos. Las comunidades indígenas no tienen títulos, lo que las hace presa fácil de funcionarios corruptos y de redes criminales. Son más de 24 millones de hectáreas de tierras indígenas peruanas que aún esperan reconocimiento formal. El resultado previsible: más enfrentamientos, conflictos y violencias hacia defensores del ambiente, principalmente mujeres y niñas indígenas.

Comercializadoras y exportadores utilizan estructuras del oro ilegal.
Al mismo tiempo, las redes criminales se benefician de estos vacíos del Estado para organizar la ocupación irregular e ilegal de tierras amazónicas por parte de campesinos y comunidades con el objetivo de después venderlas, sobre todo a grandes grupos empresariales.
Los productos derivados de la minería ilegal, el tráfico de madera y el tráfico de vida silvestre de origen peruano han inundado los mercados nacionales e internacionales. Cerca del 80% de la madera que se exporta tiene origen ilegal y abastece mercados internacionales como Estados Unidos, México, República Dominicana y China. Lo mismo ocurre con el “oro sucio” peruano que llega a refinerías de Suiza, Estados Unidos, India, Canadá y Emiratos Árabes, donde un kilo puede costar cerca de US$ 60,000.
Las comercializadoras y exportadoras de madera utilizan las mismas estructuras y modalidades de la cadena de oro ilegal para dinamizar los flujos financieros ilícitos. Ambas dependen de redes criminales corporativas y de mano de obra barata. Aprovechan las economías informales, el uso extensivo de dinero en efectivo, así como de testaferros y empresas fachadas para simular ventas, facturaciones sobre o subvaloradas. Después lavan los recursos obtenidos de otras actividades ilícitas así como sucede en el narcotráfico. De acuerdo a la Unidad de Inteligencia Financiera del Perú, en 2018, cerca del 65% de la madera extraída en Perú estaba vinculada a redes de lavado de activos.
La explotación insostenible de recursos naturales tiene raíces profundas. Sin embargo, queda evidente que un elemento favorable para el crimen organizado ambiental es la corrupción extendida y sistemática, que tanto potencializa la ruina ambiental como también debilita el propio Estado de derecho.
Lejos de ser la excepción, este ecosistema criminal amenaza cada vez más la vida de defensores ambientales en la Amazonía. Colombia, Brasil y Perú son los países amazónicos más violentos para quienes defienden la biodiversidad. Así, el pasado 5 de junio, Dom Phillips, periodista británico, y Bruno Pereira, experto brasileño en temas indígenas, desaparecieron en una región notoriamente violenta de la Amazonía brasileña cerca de la frontera con Perú. Luego de varios días, la polícia confirmó que fueron asesinados –posiblemente por orden de mercaderes de caza y pesca ilegal– mientras realizaban trabajo de campo. Se trata de una violencia sistemática que no puede ser normalizada y debe exigir respuestas integrales de los Estados.
En este sentido, el informe llama la atención sobre este grave escenario. Señala una serie de medidas estratégicas para fortalecer el marco legislativo, la justicia penal, y la cooperación internacional, así como potenciar el rol de la sociedad civil junto a una efectiva voluntad política para construir respuestas integrales.
El momento de proteger la Amazonía en el Perú es ahora. Gobierno, sociedad civil y sector privado deben trabajar juntos y en sintonía con los otros países de la región, para desarticular estructuras del crimen organizado ambiental, a través de actividades de inteligencia e investigación.
Está en juego no solo la preservación de la ley y el orden peruanas, sino también el fin del asalto al estratégico bioma tropical y el desequilibrio climático que nos amenaza a todos nosotros.