El país se encuentra en el último tramo de esta dramática segunda vuelta electoral. Buena parte de la tensión que se vive, es consecuencia de los sorprendentes resultados de las elecciones del pasado 11 de abril. Recordemos que Pedro Castillo obtuvo solamente el 15% de los votos emitidos y Keiko Fujimori un mínimo 10%. El segundo lugar de la primera vuelta fue del voto en blanco con 12%. Esa es la real aritmética política.
Como es natural, esos porcentajes cambiarán radicalmente al haberse reducido las candidaturas únicamente a dos, como lo señalan los sondeos de opinión. Pero eso no significa que la legitimidad de quien logre la victoria quede políticamente reconocida. Dicho de otra manera: se equivocará quien considere que el capital político de su triunfo electoral será propio y lo interprete como un mandato mayoritario de la ciudadanía. El Perú es un país profundamente disgustado, que requerirá de un consenso superior a su rabia. Y es que el lunes 7 de junio todos seguiremos aquí, y la clase política tendrá que encontrar la fórmula para que nuestra convivencia siga siendo posible. Sería suicida seguir avivando la polarización.
Ahora bien, la reflexión anterior viene al caso a propósito de lo que ha venido sucediendo en el Congreso. Mientras el país ha estado involucrado en la vorágine de esta segunda vuelta electoral, el Parlamento ha adoptado una serie de acuerdos que es necesario analizar.
Veamos. La Constitución establece que una vía para modificar cualquiera de sus artículos es que ochenta y siete congresistas, como mínimo, se pongan de acuerdo en dos legislaturas ordinarias consecutivas. Léase legislatura ordinaria como sinónimo de período de sesiones. Está establecido que el año legislativo tiene dos períodos de sesiones. La idea entonces es que cualquier modificación constitucional se realice sin precipitación, con debate y en tiempo prudencial. Por eso precisamente la exigencia de tratarla en dos legislaturas ordinarias consecutivas; alrededor de un año.
Como consecuencia de la disolución del Congreso anterior, el actual Parlamento, elegido en enero de 2020, requirió que se adecuara su periodo de sesiones. Por ello se fijaron solo tres legislaturas ordinarias. Actualmente está en su última legislatura, que vence en julio próximo.
Sin embargo, y esto es lo que hay que reparar, el Congreso acaba de crear, forzando la figura, una cuarta legislatura ordinaria, en fecha posterior al 6 de junio (se ha fijado iniciarla el día 13 de junio), de manera de habilitar el mecanismo para una eventual modificación constitucional acerca de la cuestión de confianza, entre otros temas.
Esperar el resultado de la segunda vuelta electoral para introducir un cambio en la Constitución, haciendo más exigente la cuestión de confianza con el propósito de dificultar la disolución del Parlamento, no es una iniciativa conveniente. Además de que lesiona la prudencia y el tiempo de reflexión que exige acompañar toda modificación constitucional, la propuesta no abona en el sentido que va a demandar la nueva situación política después de las elecciones.
Es una mala idea, señores congresistas.
*Abogado y fundador de Foro Democrático