La palabra crisis es parte del vocabulario de los peruanos. Nadie se alarma cuando se dice que el Perú está en crisis; como ahora. Con la velocidad de las comunicaciones en tiempo real, el mundo ha empezado a sorprenderse de la profundidad de nuestras diversas crisis. Así, por ejemplo, es bastante difícil que alguien razonable entienda cómo es que el país con la mayor cantidad de muertos durante la pandemia, proporcionalmente a su número de habitantes, como el Perú, haya logrado en el lapso de apenas un año, haber vacunado a más del ochenta por ciento de su población objetivo, obteniendo un record a nivel global; y ello no obstante, se haya dispuesto, sin ninguna razón, sustituir al equipo de salud que lo hizo. No es fácil diagnosticar con acierto esa decisión patológica, pero el gobierno de Pedro Castillo la ha adoptado.
Desde la guerra que el Perú sostuvo con Chile, allá en el lejano siglo XIX, mientras las élites dirigentes se disputaban el poder en el país, el ejército invasor ocupaba buena parte de nuestro territorio nacional. Se perdió la guerra y los chilenos permanecieron varios años causando toda clase de estropicios. El país devastado que se recibió siguió convocando desencuentros de nuestra dirigencia y el concepto crisis confirmó su carta de ciudadanía. Aunque con algunos intervalos, el siglo XX transcurrió en la lógica perversa que hizo verosímil considerar que no hay peor enemigo de un peruano que otro peruano. Ni siquiera adversario, enemigo.
Lo que ha sucedido en nuestra historia, que es lo que genera las crisis crónicas, es que no se ha cultivado la idea de la colaboración ni la búsqueda de acuerdos, sino todo lo contrario: el ataque desleal y la confrontación. Por eso no se ha desarrollado nuestro sistema democrático: no se ha cumplido su esencia concertadora. Los partidos políticos, los movimientos sociales, las organizaciones ciudadanas, compiten y se confrontan conforme a las reglas de las mayorías, pero eso no debiera convertir a las minorías en enemigas a las que hay que eliminar. Una relación sana es la que hay que establecer entre los poderes del Estado: el Legislativo debiera coadyuvar, dentro de la autonomía de sus competencias y guardando su propio perfil, con el Ejecutivo, en hacer posible el buen gobierno. Hay que eliminar la insana actitud que ha imperado históricamente en las relaciones entre los poderes públicos. No se trata de exterminarse el uno al otro. Haber tenido cinco presidentes de la República en cinco años, desde el 2016, a razón de uno por año, es la prueba más elocuente del sinsentido en el que estamos.
Ahora bien, el actual gobierno de Pedro Castillo le ha agregado un nuevo ingrediente a la crisis de siempre: su acreditada incompetencia. Cualquiera sea la vía que se aplique para superar la incierta situación por la que se atraviesa, requiere tener respuestas a lo que vendrá después. Y solo la democracia en toda su magnificencia, despejará tales incógnitas.
*Abogado y fundador de Foro Democrático