El Perú es un mendigo sentado en un banco de oro, es una conocida frase atribuida a Antonio Raimondi. Hay quienes sostienen que Raimondi no dijo eso y que dicha frase fue un invento del imaginario popular, transmitida de generación en generación.
La referencia viene al caso a propósito de la cruda realidad que el país viene descubriendo ante la pandemia del COVID-19. Habíamos avanzado de manera importante en reducir nuestros históricos niveles de pobreza, estábamos consolidando una creciente clase media, nuestra fortaleza macroeconómica constituía un ejemplo para la región, nos alistábamos a formar parte del selecto grupo de países promotores del desarrollo en el mundo, y, repentinamente, el coronavirus detuvo todo y empezó nuestra cuenta regresiva: volveremos a tener el número de pobres de una década atrás, nuestra amplia clase media ha dejado de serlo, y la suficiencia financiera que habíamos logrado la estamos utilizando en mitigar las inmensas carencias que nos exige atender la emergencia sanitaria.
Entonces, hemos empezado a reconocernos: tenemos una infinidad de dificultades en todo orden de cosas (la pandemia se ha encargado de exhibir la precariedad de nuestro sistema de salud), pero hay un problema central que debemos resolver: la informalidad. El setenta por ciento de peruanos trabaja al margen de la ley, pero el treinta por ciento, que tiene una actividad formal, genera la gran parte del ingreso nacional. Estos datos son elocuentes: el Estado, olvidándose de siete de cada diez peruanos, se preocupa solo de los otros tres, aquellos que pagan sus impuestos y cumplen la ley porque son formales.
La cuarentena que obligatoriamente hemos cumplido por algo más de cien días es el ejemplo más claro de dicho fenómeno. El Estado la ordenó en el entendido que todos los ciudadanos podían confinarse en sus casas sin salir, olvidándose de lo más importante, la realidad: precarias viviendas sin ventilación, en muchos casos sin servicios básicos de agua y desagüe, en las que numerosas familias conviven hacinadas y sin posibilidades de mantenerse encerradas sin buscar el pan de cada día, la hacían inviable. Y así fue como la cuarentena empezó a relajarse hasta poner al Perú dentro de los países con más contagios y muertes en el mundo.
Si ese setenta por ciento de peruanos no se formaliza, nuestro Estado seguirá aislado de esa gran mayoría ciudadana, gobernando solo para una minoría, aquella que le aporta del ochenta por ciento de sus ingresos. Se trata de un fenómeno harto conocido, que siempre se ha querido evitar pero que ahora nos ha explotado en la cara.
Ahora bien, formalizar significa reconocer ciudadanía, es decir, que cada uno ejerza sus derechos y cumpla sus obligaciones. Alguien, con acierto, ha propuesto un buen comienzo: junto al DNI, a cada peruano se le abre una cuenta bancaria: una manera de identificar a cada quien, ubicarlo y financiarlo, de ser el caso.
Aseguran que Antonio Raimondi sí dijo: “Me parece que el Perú no tiene los ojos suficientes para verlo todo”.
*Abogado y fundador del Foro Democrático