El Perú hoy en día está dividido entre el miedo y la rabia. En realidad, siempre lo estuvo, pero ahora ese sentimiento es más intenso y permanente. Cualquier suceso que no produzca una coincidencia, como pudiera ser un triunfo en el fútbol o un nuevo reconocimiento de nuestra gastronomía, genera un enfrentamiento que oscila entre el temor y la cólera. Una genuina mezcolanza.
El típico fenómeno que produce esa extraña contradicción, es nuestra vida política. No es para menos: haber tenido dos presidentes de la República en apenas una semana y sumado cinco en cuatro años, es la mejor expresión de nuestra precariedad institucional. Esto jamás había ocurrido durante todo el siglo XX. La generación del bicentenario está iniciándose en su ejercicio ciudadano con esa desconcertante realidad. Pero lo más destacable es que entre uno y otro cambio de presidente, los sentimientos de miedo y rabia afloraban en la ciudadanía de acuerdo a quién era defenestrado y quién era ungido. Entre Pedro Pablo Kuczynski y Keiko Fujimori, o entre Martin Vizcarra y Manuel Merino, no es difícil ubicar tales sentimientos, entre unos y otros. El presidente Sagasti no es una excepción.
Tienen miedo quienes tuvieron el poder y, repentinamente, sienten que ya no lo ejercen. Tienen rabia aquellos que jamás tuvieron el poder y saben que no lo tendrán. Lo primero es un sentimiento de pérdida, por eso el temor; lo segundo es radicalmente diferente: es una permanente frustración, de ahí la rabia.
Ahora bien, ¿cómo llegamos a esto? Intentemos una explicación. Buena parte del siglo XX estuvo caracterizado por el aprismo y el antiaprismo. El movimiento fundado por Víctor Raúl Haya de la Torre marcó la vida política del Perú en esos tiempos: el Apra despertó adhesiones y aversiones. Y es que fue un partido político con doctrina y organización. Cumplió con canalizar expectativas ciudadanas, de la misma manera como en su momento lo hicieron Acción Popular, el Partido Popular Cristiano y la propia Izquierda Unida. Eso se acabó con la dictadura de Alberto Fujimori a partir de 1992. Se procedió a desmotar toda estructura partidaria y dejó de existir el mecanismo de representación política de las necesidades ciudadanas. La esencia de la democracia había empezado a perderse.
El siglo XXI se inaugura con otro fenómeno: fujimorismo versus antifujimorismo. No hay partidos políticos y, por consiguiente, no existen canales de expresión de las expectativas del pueblo. No hay ideales, no hay organización, no hay militantes. Las últimas elecciones acreditan el fenómeno: el antifujimorismo se ha impuesto al fujimorismo, el cual ha ingresado a su fase de extinción final.
Ahora en el Perú no hay ningún partido político que sea rigurosamente tal. Existen siglas y alguno que otro liderazgo individual; nada más.
Por eso, la generación del bicentenario expresa su rabia. Lo mismo hace la masa trabajadora al reclamar por sus derechos. Ha desaparecido el canal que en cualquier sistema democrático conduce las demandas del pueblo: los partidos políticos, los sindicatos, las organizaciones ciudadanas. Quienes tienen miedo se resisten a aceptarlo.
Por cierto que la salida ante esta inédita realidad, que no se resolverá pronto ni sola, no está en que los que tienen miedo sean agrupados como derecha bruta y achorada, y los que tienen rabia sean caviares o terrucos.
*Abogado y fundador del Foro Democrático