Diego Armando Maradona ha muerto: el genio del fútbol mundial. Un genio, eso sí, marcado por una personalidad conflictiva, contradictoria, e inestable: un ser humano asediado por la presión de ser el mejor del mundo siempre. El mejor dentro y fuera de la cancha desde sus tempranos 16 años. Esa exigencia la pagó con un precio muy alto: dejar de ser Diego y convertirse en la leyenda Maradona.
Diego, el de carne y hueso: emotivo, amoroso con los suyos, solidario con sus compañeros, paternal con sus jugadores y desvivido por sus hijos. Al menos, los que decidió reconocer.
Maradona, el dios del fútbol: fantasía con cada jugada suya, épico con sus goles e inmortal con sus triunfos. Sin embargo, esta ‘divinidad’ del ámbito deportivo invadió su alma y la conquistó. Le otorgó magia para la cancha, penosamente; no para su vida fuera de ella. Su natural carisma, muchas veces, era rebasado por la arrogancia, la terquedad y los excesos. Los terribles defectos de los peores dioses.
Quería huir de la presión de ser siempre el mejor de todos; harto de estar harto halló caminos riesgosos y escuchó voces equívocas: noches de escapismo emocional lo acercaron a la cocaína, su peor y más letal rival. Tuvo tiempos oscuros donde no quiso escuchar a nadie. Allí, se gestó una personalidad conflictiva y empezó a ser errático en sus decisiones. Sus grandes conquistas en el césped ocultaron al ser que sufría, pero que no se dejaba ayudar.
Pero su legado en el fútbol es notable, exultante: Maradona siempre fue un portento de excesos y su talento en las canchas expresaba casi lo sobrenatural. Obtuvo la gloria futbolística en el mundial de México 86 como un gladiador: cada pelota la buscaba con arrojo y determinación; cada gambeta que hacía para enfilar hacia el arco rival era imparable. Lo ingleses lo saben bien: el mejor gol de la historia de los mundiales lo sufrieron ellos. Todavía lo sufren.
En términos simbólicos, el poderoso Imperio Británico quedó regado en el pasto del estadio Azteca sin poder hacer nada. Totalmente superado, destruido. No hubo piedad de Maradona, no podía haberla: el triunfo también tenía sabor a revancha bélica. Las Malvinas no estuvieron en el olvido: su grito de gol las recordaba.
Ese tipo de gestas solo las ha hecho Maradona: manifestaciones deportivas que alcanzaron esferas de tipo político y social. Su llegada a Nápoles, después de su paso accidentado por el Barcelona, logró poner de rodillas al rico y presuntuoso norte italiano con sus goles de fantasía.
Ese norte italiano miraba con desprecio al sur, lo discriminaba por su pobreza, por su falta de glamur. Y también por el color de su piel: italianos más oscuros, menos blancos.
El calcio italiano se lucía con equipos, como el AC Milán, el Inter de Milán, la Roma o la Juventus. El Nápoles no existía hasta que Maradona pisó su suelo y todo cambió para siempre. El Diego los hizo ganar dos Scudettos (1986-1987/1989-1990) y una Copa UEFA en 1988. Adquirieron respeto, amor propio.
Ese tipo de magia también la producía alguien como Maradona, un ser con atribuciones ‘divinas’ para seducir al imaginario popular desde el toque de una pelota de fútbol, desde el grito de un golazo en una tarde de domingo.
La selección argentina fue bendecida con Maradona y todos sus rivales tenían miedo: cada equipo que jugaba contra los albicelestes vivía el partido en completa tensión por el diez rioplatense. Una sola jugada suya podía terminar en gol, en irrefutable victoria.
Los jugadores de la selección peruana de las eliminatorias a México 86 vivieron esa preocupación por Maradona: Luis Reyna tuvo el encargo del técnico Roberto Chale de seguir al mejor jugador del mundo. Literalmente Reyna estuvo pegado a él durante los partidos de ida y vuelta. En Lima hasta le jaló los pelos. Los argentinos no podían creerlo; una marcación inédita, una marcación nunca vista en los campos de juego. Reyna no vive orgulloso de esa marca. Maradona siempre lo odió.
Esa tarde, ese domingo del 23 de junio de 1985, Perú se impuso 1-0 a Argentina con Maradona inutilizado: no tuvo reacción. Ese día un dios fue vencido. Juan Carlos Oblitas fue el autor de un gol memorable. El repaso del video de esa anotación lo sigue confirmando. Lo demás es historia conocida: necesitábamos ganar en Buenos Aires y empatamos 2-2. Argentina con Maradona fue a México 86 donde el jugador de Villa Fiorito fue ungido como el astro del futbol mundial. Consagración inapelable.
Otro aspecto, quizá uno de los más centrales de Diego Armando Maradona, fue que logró universalizarse. No solo era argentino, era del mundo. Cada hincha de fútbol lo hizo suyo. Las nacionalidades fueron abolidas y no importaba si alguien era español, italiano, inglés, holandés, peruano, chileno, brasileño o japonés: lo esencial, lo urgente era verlo jugar y acceder a un disfrute que conducía a la felicidad. Solo eso.
Ese tal vez fue el mayor poder de su magia, de su ‘divinidad’: el haber invocado a una nación futbolera para que lo siguiera en todas las canchas que pisaba y compartiera con él la felicidad del triunfo. También las lágrimas de las derrotas.
Eso logró Maradona, con la ayuda de Diego. Sin embargo, no sabemos qué tanto la leyenda Maradona pudo salvar a Diego. Esa será una duda eterna. Solo queda la certeza que entre Diego y Maradona surgió un ser que produjo tardes de fantasía y gloria. Tardes en las que fuimos felices: cada pase con estilo, cada gambeta provista de lujos o cada gol inverosímil hecho realidad. Regalos ‘divinos’, sin duda. Ahora, la pelota se ha ido a llorar. No la culpamos. Nosotros también.