En 1966 me encontraba en el taller de pintura de Jueves, una asociación cultural en San Isidro, donde conocí a dos aristas entrañables: Elda Di Malio y Alicia Cabieses. Teníamos como profesor al gran Sabino Springett, quien se vio obligado a dejarnos para atender compromisos internacionales. Entonces propuse convocar a Venancio Shinki. Había visto su notable exposición en el Instituto de Arte Contemporáneo en 1965 con motivo de haber ganado la Bienal Tecnoquímica. Al año siguiente volví a deslumbrarme con su obra en la Galeria Castro Soto del jirón Ocoña.
Me habían seducido su refinamiento espacial, su grafías, la sutileza del color y particularmente un oficio que Juan Acha definiría como “orientalismo”. Procedí a buscarlo en la UNI donde enseñaba en el área de Artes Visuales y luego fui a su taller en el jirón Ica, al lado del Cine Central. Conversamos largamente sobre sus aspiraciones y sus orígenes, sus estudios en Bellas Artes y cómo formaba parte de esa promoción de brillantes artistas egresada en 1962.
Fueron los mejores años de la Escuela que contaba con la dirección de Ugarte Eléspuru. Un intelectual y superlativo administrador que sabía perfectamente cómo conducir una institución que en las últimas décadas ha sufrido un lamentable deterioro. Eran tiempos en los cuales la abstracción era el emblema de la modernidad y si bien el lirismo de Shinki era contemporáneo, la prédica de Juan Acha derivó a muchos jóvenes a una vanguardia cosmopolita. Seducidos por la erótica del pop, op, filo duro, arte conceptual, etc., formaron el grupo Arte Nuevo, pero Shinki permaneció fiel a su pintura en medio de las convulsiones estilísticas de los sesenta.

Su ruptura con ese lirismo se inició en 1968 a raíz de un viaje a Washington invitado por la Unión Panamericana. El encuentro con artistas norteamericanos ejerció un indudable impacto en su obra pues a su regreso vimos una obra de asomos geométricos, una abstracción más estructurada que exhibiría en galería Trapecio.
Nos hicimos muy amigos. Yo me casé con Alicia y Venancio se enamoró de Elda y la convenció para que se inscribiera en Bellas Artes. Si bien ella había estudiado en talleres del Museo de Arte y en Jueves, lo aprendido no era suficiente para hacer un trabajo profesional. Elda permaneció en la Escuela durante cinco esforzadísimos años y fue una alumna aventajada por los conocimientos previos adquiridos y, por cierto, la orientación de Venancio. Ella, a su vez, le abrió las puertas a lo mejor del arte occidental.
Nos integramos en un grupo muy sólido y nos reuníamos por los menos dos veces por semana. Era infaltable ver una buena película cada domingo. Al grupo se fueron sumando más parejas con intereses comunes y llegamos a diez personas que teníamos similares ilusiones en la vida y en el arte. Creo que en 1974 nos explicamos mejor nuestra amistad cuando vimos una película de Ettore Scola —Nos habíamos amado tanto— que trataba sobre la amistad, la fidelidad y las rupturas a lo largo de 20 años de historia italiana. Era un retrato de jóvenes idealistas y de la pérdida de las ilusiones que ocasionan los tiempos.
El Perú vivía en plena revolución y nosotros aún confiábamos en un mundo mejor. Pero siempre recordábamos una frase fulminante del personaje de Nicola (Stefano Satta Flores), que en la película era un cinéfilo como nosotros, que nos devolvía a la realidad: “Pensábamos que íbamos a cambiar el mundo, y ha sido el mundo el que nos ha cambiado a nosotros”.
Yo me casé con Alicia en 1969 y Venancio y Elda fueron nuestros testigos. En 1979, mientras vivíamos en la República Dominicana, nosotros, a su vez, fuimos testigos del matrimonio de Elda y Venancio en Santo Domingo. Yo había partido del Perú por la asfixia que me ocasionaba una dictadura militar. Mi padre había sido acosado, espiado, perseguido durante la época de Trujillo y no estaba dispuesto a repetir sus padecimientos.

En ese entonces Venancio estaba incursionando de manera decisiva en una pintura onírica, que se rehusaba a llamar surrealista. Ese cambio no fue un producto de los tiempos ni del neomarxismo velasquista como escriben algunos teóricos. Fue un proceso interior que se inicia cuando en 1975 viaja a la XIII Bienal de Sao Paulo representando por segunda vez al Perú. Allí vio cómo los artistas internacionales que participaban en ese evento hacían abstracciones o “innovaciones” similares a las del Perú. A su regreso se inicia el cuestionamiento sobre su realidad. “Tengo que pintar como peruano”, me decía —¿pero cómo pinta un peruano?—. Hasta hoy día nadie puede responder a esa pregunta. Obsesionado, optó por distanciarse y marchó a Nueva York donde hurgó en museos, habló con sus compañeros emigrados y no encontró respuesta a sus cuestionamientos.
Solo después de profundizar reflexiones regresó a sus orígenes —hacienda San Nicolás, Supe, Barranca— donde pudo encontrar un camino a seguir. A partir de entonces comienza a introducir estructuras, cuerpos fantasmagóricos, sugerencias en la infinitud de la costa peruana. Fue un arduo proceso que siguió activo hasta su muerte.
Algunos encuentran un paralelo entre las formas de Tilsa Tsuchiya y las de Shinki. Es un error. Solo los une un refinamiento derivado de su rigurosa disciplina y de su origen nisei. Ella toma los mitos del Perú para pintarlos de manera inigualable. Él parte del desierto para elaborar una metafísica de cuerpos marmóreos, caballos, toros y árboles truncos en medio de un espacio donde predominan los sepias o una inagotable variedad de los rojos.
Son muy pocos los artistas que han tenido tanto reconocimiento en nuestro país mientras vivía. Y es merecidísimo. A diferencia de otros de su generación, que esperan que la historia los ubique en el lugar que les corresponde, hasta el último día Shinki recibió la admiración de quienes lo seguíamos. Y eso no se debe solo a su condición de artista sino también a su generosidad, su bonhomía, a su don de gente.
Su última exposición (2014) fue en Lucía de la Puente donde se viera obras acumuladas de los últimos tres años. Fue una magnifica despedida a los 52 años de trayectoria. Todos presentíamos que era su última actividad pública.
Los dos años siguientes su trabajo fue mucho más pausado, menos compulsivo. Apenas podía dibujar y su respiración lo delataba. El grupo lo acompañó a la clínica y prometimos reunirnos para festejar su salida. El solo nos miró fijamente y nos dijo “ojalá”. Nunca más volvimos a vernos.
NOTA: Los datos sobre Venancio Shinki están basados en la entrevista que le hiciera junto a mis alumnos de la UPC para la serie sobre arte peruano. Aquí.
(Luis Lama).