Galardonada con el consagratorio Premio Princesa de Asturias de las Letras 2018, Fred Vargas (seudónimo de Frédérique Audoin Rouzen, París, 1957) sabe nutrirse de los maestros norteamericanos de la novela negra y del gran legado europeo sobre la mente criminal, desde los abismos trágicos de Balzac y Dostoievski, hasta los complejos detectives y delincuentes de W. Collins, Conan Doyle, Chesterton y Simenon.
La prosa minimalista, los diálogos vivaces y la trama vertiginosa del policial norteamericano van más allá del conductismo y el culto a la adrenalina en que suelen encallar. Vargas acude a una notable red de referencias históricas sobre mujeres “mancilladas” (violadas por sus padres, prostituidas con sadismo) convertidas en reclusas (encierro para “purgar” su pasado); de datos zoológicos sobre las arañas llamadas “reclusas”, cuyo veneno asesina; y de la sórdida realidad de un orfanato que albergó a una pandilla de adolescentes violadores.
Ahonda en el memorable protagonista, el comisario Adamsberg, maniatado por el trauma de haber contemplado a una reclusa cerca al santuario de Lourdes. Adamsberg no es una máquina de razonar como Sherlock Holmes, ni como el Dupin que Poe hizo francés por la fama racionalista de los franceses; se mueve por intuiciones (también fundamentales para el racionalista Descartes) y, sobre todo, iluminaciones (simbolismo francés, en especial Rimbaud), en este caso trabadas tanto por su miedo traumático como porque lo supera en inteligencia la telaraña asesina. Esto último es un rasgo característico del policial francés: los delincuentes (desde el formidable Vautrin-Colin, de Balzac, hasta Arsene Lupin y Fantomas) son más inteligentes que las fuerzas de la ley. Aún más que el Maigret, de Simenon, Adamsberg está dispuesto a comprender y perdonar; lo hace también con el traicionero comandante Danglard, más racional y culto que él.
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