Me ausento una semana de Lima, subo a inhóspitos parajes de nuestra serranía, celebro la belleza de su paisaje, el cielo azul y el frío que cala hasta los huesos, y al retornar me encuentro con la novedad de que Castillo ya no es presidente y, lo peor para mí, que la doctora Martha Hildebrandt ya no estaría más entre nosotros, que había partido para siempre a seguir disfrutando de su soledad, entre las estrellas, como le gustaba en vida.
Fue una intelectual extraordinaria. Un lujo, para mí, de haberla acompañado ocho años de mi vida, como su asesor de prensa. ¿Qué más se podría decir de Martha Hildebrandt? Lingüista, académica, primera mujer en haber presidido la Academia Peruana de la Lengua. Prolífica escritora. Maestra. Solía hacer uso de aquello que otras personas llaman “malas palabras”, porque decía que eran, más bien, palabras muy nobles, que solo servían para que las personas se desahoguen.
Carajo y mierda, bien puestos, eran los de mayor uso, cuando tenía que descargar aquello que le incomodaba. A saber, una tarde, al salir de la presidencia del Congreso, fue interceptada por un congresista. “Doctora”, le dijo, “quería saber si mi proyecto ingresará en agenda”. Por la manera cómo ella miró al parlamentario me di cuenta de que no sabía de qué se trataba. “Doctora”, le dije, “se refiere al documento que acaba, usted, de comentar en la reunión”.
“Ah, no”, respondió ella: “¿Usted se refiere a un proyecto que no se entiende y que está escrito con los pies?”

Antes de que el congresista le respondiera, ella preguntó: “¿Qué lleva, usted, en esa funda?”. “Es mi laptop”, doctora, respondió el padre de la Patria. “Encima eso, tanta tecnología para una cojudez de proyecto. No va”, señaló.
Solía decir las cosas sin anestesia ni medias tintas. No era de las que andaban con rodeos, si algo le parecía mal. Así la conocí, la primera vez, cuando me citó a su casa. Ella necesitaba un periodista. Después de ver mi hoja de vida, cerró el fólder, me miró fijamente y preguntó: “¿Usted sabe escribir?”. “Claro que sí, respondí”, muy seguro. “¿Y por qué cree que sabe escribir?”, retrucó. “Es que soy periodista”, respondí. “Mierda, o sea, usted no sabe escribir”, aseguró. “Lo espero el lunes. Lo necesito, solo por tres meses”, me dijo. Meses que, después, se prolongaron por ocho años. Tiempo que me sirvió, además, para comprender que, efectivamente, no sabía escribir; no, con el rigor que ella exigía.
Era una persona dura, implacable, firme en sus convicciones, incapaz de utilizar los eufemismos para quedar bien con todos. Y muy humana, cosa difícil de creer. Solía decir las cosas directas y sin mayor disimulo. Recuerdo que, en mi primer día de trabajo, clasificó a los periodistas en tres categorías: cultos, semicultos, ignorantes. En la primera, seis colegas; en la segunda, apenas ocho; y, en la tercera, el resto; o sea, todos los periodistas.
“Es para que usted sepa cómo manejarse en el trabajo. No me haga perder tiempo”, advirtió.
…
*Periodista y profesor universitario.