Luego de sortear los desafíos de los tiempos difíciles que afrontamos, tengo en mis manos, desde hace pocos días, la bella edición definitiva de País de Jauja, factura de Penguin Random House bajo su prestigioso sello Alfaguara, obra de Edgardo Rivera Martínez.
Sabemos que la obra de Edgardo ha concitado y concita la atención, cada vez más creciente, de estudiosos e investigadores de diversas disciplinas, que encuentran en ella nuevas posibles lecturas. Una de ellas, que cobra vigencia en estos días y me parece oportuno resaltar, es aquella de Gonzalo Portocarrero, quien señaló que: “(… Edgardo Rivera Martínez, en País de Jauja) baja el mestizaje de las nubes ideológicas para mostrarlo como una realidad efectiva y cotidiana. Y el fundamento de esta nueva visión es la convicción democrática sobre la igualdad de los peruanos. Convicción que lleva a valorar las tradiciones indígenas de la misma manera en que podemos considerar otras tradiciones”.
Este es el “País de Jauja”, la utopía posible que Edgardo Rivera Martínez avizora para el Perú. En ese país la gente puede mezclar la música clásica con a los yaravíes y los huaynos. O puede tener tanto interés en la Ilíada como en los mitos andinos, pues en ambas manifestaciones culturales se percibe mucho de sabiduría humana. En el país de Edgardo Rivera (casi) todos somos conscientes de la tradición andina que muchas veces, con vergüenza, ocultamos. Ese legado está vivo en la música, el baile y las manifestaciones religiosas. Y debemos cultivarlo. Para empezar a conocerlo y, sobre todo, reconocer su vigencia en nuestro tiempo”.
Me encontraba leyendo País de Jauja cuando conocí a Edgardo en 1993. Las raíces jaujinas que compartíamos permitieron que le confiara la impresión que me causó esa lectura. Recuerdo que le comenté que, si bien disfrutaba mucho la armonía de su prosa, los personajes y situaciones evocadas, así como el hecho de reconocer algunos lugares, pese a todo ello me había sentido cuestionada y, al mismo tiempo, había descubierto respuestas a muchas interrogantes que me surgían una y otra vez. Conversamos largamente y, desde entonces, empezamos a caminar juntos.
La memoria me trae la singular experiencia que significó transitar por vez primera los salones, el estudio, los corredores, el jardín, en fin, cada rincón de su casa de Jauja, que hasta entonces no conocía. Mientras caminaba, observando ya las columnas, las palomas que revoloteaban en el patio, cada flor, cada detalle, se hizo vívida la imagen del protagonista de País de Jauja. Me acompañaba la mirada del joven Claudio —alter ego de Edgardo— descubriendo la vida cobijado por su familia, para entregarnos luego, con naturalidad y sencillez —mas con su decir espléndido— aquel espacio donde era posible el encuentro cultural armonioso entre lo andino y lo universal.
Imposible no recordar la gran impresión cuando, al entrar por primera vez al salón y abrir los ventanales, la luz intensa descubrió las flores doradas y granates de la alfombra, igual a la de casa de mi abuela. Y el piano alemán, al lado izquierdo, donde Claudio practicaba las primeras lecciones de su madre, tal como aquel donde mis hermanas y yo tomábamos clases cuando niñas. Exactamente igual. Luego, en el estudio, los anaqueles repletos de libros, algunos muy antiguos, parecían reposar en larga espera. En una de las paredes, con las miradas perdidas, me asombraron la variedad de máscaras que, supuse, venían de los pueblos cercanos a cuyas festividades acudía el joven con sus amigos. Un hermoso poncho de vicuña reposaba en uno de los sillones del recinto.
Creí posible, entonces, ver al curioso Claudio con los ojos muy abiertos, conversando con su madre o con su hermano, a quienes por momentos imaginé caminando a mi lado mientras recorría la casa, y casi puedo asegurar que escuché algunas notas del piano, y las voces quedas de quienes lo arroparon que parecían venir del jardín.
Mas, sé que allí se quedaron, entre los cactus guardianes, el olor de la retama, o descansando bajo el sauco. Sé que repetían, en un murmullo, que era posible aquella mañana por él ensoñada, allí donde “Brilla el sol y el aire es límpido, clarísimo”.
*Esposa de Edgardo Rivera Martínez (1983 – 2018). Rivera Martínez es a la fecha un autor canónico de las letras peruanas. País de Jauja es su obra mayor. Además, fue el primer ganador del concurso El Cuento de las 1000 Palabras de CARETAS en 1982 con “Ángel de Ocongate”.