La muestra en homenaje a Alberto Borea (1979 – 2020) abre caminos para el rescate del arte contemporáneo en un país sin memoria, donde los fallecidos protagonistas de nuestro quehacer cultural caen muy rápidamente en el olvido. Tenemos jóvenes muy dotados, como Christian Quijada o Miguel Alfaro, desaparecidos prematuramente en la última década, cuyas obras daban testimonio de algunas de las inquietudes de mayor interés en el presente siglo.
Conocí a Alberto Borea en 1998 y rápidamente iniciamos una amistad que duró hasta el final de su vida. Fue mi alumno durante unos seis años y compartimos intereses de todo tipo, que ciertamente trascendían el arte, su aprendizaje y su práctica. Nuestras frecuentes conversaciones se vieron interrumpida durante el año en el que se marchó a vivir intensamente a Buenos Aires. A su regreso estaba lleno de convicciones, quizá la más importante de ellas era cómo el arte puede ser integrado a la vida o viceversa.
Admiraba muchísimo su libertad y su heterodoxia, su rechazo a la complacencia y su rebeldía. Más que un artista apegado a una disciplina, él siguió múltiples caminos a la vez, y estoy convenido que, paralelamente a los aspectos visuales, tenía una marcada inclinación por la música y sobre todo la poesía.
Lo introduje a los secretos del cine y del video. Había mostrado en clases algunas películas ocultas, sobre todo de Elias Merhige, un director norteamericano revolucionario de entonces. Se trataba de Begotten, una experimentación visual sobre Dios dando a luz a la humanidad, hecha en contrastadísimos blancos y negros.

Lo entusiasmó de tal manera que partió de la estética de Merhige para hacer El viaje, una reunión de tomas hechas durante su larga exploración cusqueña. Viró todas las tomas a poroso blanco y negro, pues eran tiempos en los cuales la tecnología no permitía demasiados alardes. Pero él hizo de la escasez una virtud, una de sus características a lo largo de toda su trayectoria. Acentuó los efectos, ralentizó la imagen y al final, cuando caminaba hacia el abismo, alzó los brazos en un ademán de volar.
Estaba terminando la obra en la PC de mi casa y le hice notar que ese viaje era un vuelo, entonces él repitió la imagen final creando la sensación de elevarse hacia el cielo. Al final me regaló un DVD que reunía sus indagaciones tempranas.
Todos amamos al Negro. Así lo llamábamos por esa imagen de seductor, digamos marroquí, que tantos éxitos le mereciera. Él, como muy pocos, supo bien que nuestro físico es un continente de espiritualidad y lo mostró, particularmente, en sus videos. Su imagen fue tan magnética que llego a convertirse en objeto y sujeto del arte y muchos artistas se acercaron a él para fotografiarlo. Gihan Tubbeh y Hans Stoll se han encargado de mostrarlo.
Alberto hizo de su cuerpo un soporte de la obra de arte. Fue el mejor performer que he conocido y sin embargo sus acciones solo eran para la cámara. En la temprana serie En el nombre el padre, él se muestra haciendo intervenciones al interior del Museo Guggenheim de Nueva York. Hecho extremadamente audaz pues allí todo está prohibido, más aún fotografiar. Le cuestioné —con respecto al título— que el museo era como una madre, pues operaba como un útero, y me replicó que el verdadero padre era Frank Lloyd Wright, su arquitecto.
No dudo de la emotiva aproximación a esta obra por parte del curador Max Hernández y de Adriana Tomatis, su cocuradora. Max fue profesor de Alberto y Adriana, su compañera de estudios. Ellos conocen muy bien las pulsiones que marcaron el proceso creativo de un artista inclasificable. Si bien es debatible cuando se habla de arqueologías urbanas es acertada la afirmación: “Borea emplea su cuerpo con un sentido a veces paródico, otro místico, otras enigmático, aunque siempre crítico con el entorno en el que está situado…”.

Alberto fue esencialmente un creador. Nunca fue ortodoxo en nada. En sus largas estadías en Nueva York abrevó posiciones de las vanguardias de las vanguardias del siglo anterior y creó su identidad a partir de hallazgos neodadaístas, y posteriormente de Rauschenberg, como se puede apreciar en sus fragmentos de combis pintadas. Hay rastros de Camnitzer y del mismo Andy Goldsworthy. Pero estas apropiaciones fueron todas diluidas y absorbidas por una personalidad absolutamente creativa que licuaba los orígenes y los convertía en propiedad personal. Él sabía bien que todos creamos a partir de lo que hemos absorbido previamente y ha dejado huellas en nuestro interior.
A diferencia de compañeros cosmopolitas, digamos Ishmael Randall Weeks, Alberto no se consideraba a sí mismo como un profesional, sino más bien un hacedor. Entre ellos puede haber una aproximación espacial y constructiva pero ambos solían enfrentar un proceso que luce diametralmente opuesto. Y eso es precisamente lo que le daba un vuelo que nunca llegó a ser plenamente comprendido. Sigo creyendo que sus exposiciones en Lucia de la Puente salían de las convenciones de este espacio pues su obra estaba más próxima a museos y centros culturales, y más alejada de la comercialización establecida.
En el 2019, saliendo de la Librería Sur me encontré con él. Lucía demacrado y prematuramente envejecido. No le quise preguntar lo obvio pero comprendía que el final de uno de nosotros se aproximaba. Conversamos brevemente de arte y de amores, pero su miraba lo delataba. La risita socarrona y la picardía de antaño se habían evaporado. Nos dimos un fuerte abrazo y no volvimos a vernos.
Al año siguiente, extrañado por su ausencia, entré a su muro de Facebook y vi su última foto. Miraba a la cámara sonriendo con melancolía. El pelo cano, su color de piel y su inusual delgadez me hicieron comprender que había muerto.