Seudónimo: El Molinero Aullador
Cuando Lulú regresó del trabajo y vio la habitación iluminada solo por el tenue resplandor de una vela, empezó a llenar de gritos la casa, y a lanzarme a Miller, a Hemingway y a Carver sobre la cabeza. Derribó, una a una, las rumas de libros que había en el suelo, mientras lanzaba el arsenal de insultos que guardaba para estas ocasiones. Ese era el momento en el que yo debía de estar con mi mochila sobre los hombros y con todos los bolsillos de mi pantalón y mi saco llenos de libros, listo para enrumbar a la calle, pero, por alguna razón, aquella noche aún seguía parado al lado de la cama, sin hacer el menor ademán por marcharme, viendo impasible como Lulú enrojecía de cólera. De pronto advertí cómo su rabia se empezaba a replegar en algún lugar de su mirada, hasta que su furia se tornó en locura, que luego se reveló en una sonrisa llena de malicia y demencia. El miedo despertó a mi instinto, e hizo que empezara a meter todo lo que mis manos encontraban dentro de mi mochila, incluyendo a los tres tomos de Melville que había guardado debajo de la cama, los cuales compré con el dinero que Lulú me entregó para pagar el recibo de luz esta tarde. En ese momento ella, sin dejar de mirarme y sin borrar esa siniestra sonrisa de su boca, tomó la única vela que iluminaba la habitación y empezó a quemar La montaña mágica de Thomas Mann. Antes de que pudiera pedirle piedad, lanzó hacia mí las más de mil páginas ardientes que cruzaron la oscuridad como un enjambre de luciérnagas. Después empezó a reír con aquella febril locura, mientras empezaba a prenderle fuego a cada uno de los siete tomos de En busca del tiempo perdido, los cuales comencé a esquivar mientras ponía a buen recaudo las Cartas a Theo de Van Gogh. Luego fui corriendo hacia el baño para buscar los ahorros que Lulú guardaba en uno de los frascos de Valium que escondía detrás del inodoro, cuando las brasas de Sodoma y Gomorra me quemaron el glúteo derecho. Contuve el grito y decidí salir del departamento. Descendí los cuatro pisos que me separaban de la calle, mientras Lulú me perseguía con La prisionera ardiendo entre sus manos. Los vecinos empezaron a asomarse por las puertas y las ventanas, y vieron cómo mi mujer corría detrás de mí, enloquecida, y cómo las llamas iban consumiendo todas las páginas del libro hasta que una lengua de fuego alcanzó a quemarle la piel. Lulú lanzó un grito de dolor y de impotencia que hizo que me detuviera. Voltee a mirarla y vi como caía de rodillas en la acera, con un llanto descontrolado que empezó a devolverle, poco a poco, la cordura y la fragilidad. Quise volver para consolarla, como lo había hecho antes, cuando aún yo no era el motivo de su dolor, y cuando todavía prefería mil veces pasar las noches junto a ella, antes que encerrarme en el baño todas las madrugadas leyendo con el alma excitada los cuentos de Hawthorne y de Poe. Pero ya estaba demasiado lejos de todo eso: del buffet de abogados y el futuro próspero, de los viajes a Punta Cana, del sexo en las funciones de matiné y en los baños de restaurantes chinos, y del amanecer desnudos sobre la alfombra de la sala, preguntándonos si los vecinos esta vez habrían escuchado nuestros gemidos.
Kafka decía que a partir de cierto punto no hay retorno, y yo encontré ese punto una mañana sentado en un autobús de camino al trabajo cuando leí la primera conversación entre Montag y Clarisse. Como le sucedió a aquel bombero propagador de incendios, después de esa conversación nunca más volví a ser el mismo. Pronto cambié el Código Penal por las Crónicas marcianas, y dispuse mi tiempo para leer la mayor cantidad de ficciones posibles. Abandoné mi trabajo y me volví librero a los pocos meses. Lulú me abandonó y me echo de la casa, pero me pidió que volviera cuando me vio tras un escaparate con diez kilos menos, una barba tupida y con el semblante enfermo. También le dio refugio a mis libros, que, como sabría luego, muchas veces reemplazaba a mi comida y a la máquina de afeitar. Mi febril aficiónle hizo mucho daño en todo el tiempo que me dio cobijo. Hasta llegué al punto de no dudar en vender o empeñar cualquier objeto del departamento a cambio de completar alguna de mis colecciones; como sucedió el día en que vi en un escaparate el rostro de Chéjov en el primer número de la revista de Literatura Soviética, el cual me había sido esquivo durante una década. Debido a que no contaba con el suficiente dinero en los bolsillos, volví a casa y me llevé el microondas para empeñarlo al primer usurero que encontrara en el camino. Algunas horas más tarde llegó Lulú y me encontró excitado acariciando mi nuevo hallazgo. Esa noche el llanto de Lulú se confundió con cada sorbo de su sopa fría. Por eso, cuando la vi sollozando de rodillas en medio de la calle, pensé que lo mejor que podía hacer en ese momento de desolación y euforia era alejarme de ella. Y así lo hice. La contemplé con ternura por última vez, mientras los vecinos empezaban a rodearla, y luego seguí mi camino hasta perderme en una de las esquinas de la avenida. Seguí pensando en ella por un momento más, cuando, de pronto, una brisa gélida cruzó la calle y a lo lejos varias voces comenzaron a gritar: ¡fuego!, ¡fuego! Yo solo atiné a cerrar el único botón de mi saco y a caminar con paso lento, mientras imaginaba el sonido de las sirenas de los bomberos, e intentaba recordar, con tímido entusiasmo, las primeras líneas de Fahrenheit 451.