Cuando pienso en Blanca Varela lo primero que viene a mi mente son las siguientes palabras que le escuché en una reunión: “Me llamo Blanca, pero cuando escribo soy oscura”.
El despliegue formidable, con una hondura humanísima, de esa constatación lo podemos hallar en sus respuestas luminosas (acorde con su lado blanco: lúcido, amigo de hablar claro) en Entrevistas a Blanca Varela (Isegoria y AECID, 342 pp). Fruto de una investigación ejemplar de Jorge Valverde Oliveros (quien inició sus actividades editoriales con dos excelentes ediciones anotadas de Arquitectura y Escrito a ciegas, de Martín Adán), ha reunido 43 asedios a una autora renuente a ser entrevistada, pero cuya merecida fama de ser la mejor voz femenina de la poesía peruana y una de las más importantes de la lengua española conspiró para que fueran vencidas sus reservas y nos obsequiara declaraciones memorables. Con toda razón Valverde Oliveros sostiene que “un libro como este, que reúne y acerca la voz de la poeta, es probablemente el mejor complemento o instrumento de trabajo para investigadores después de la obra misma” (p. 18).
Efectivamente, contiene la visión del mundo (escéptica, pero con aceptación cabal del mundo y de la vida; izquierdista moderada y feminista sin anteojeras ideológicas) de Varela, con especial énfasis en su concepción de la poesía y el arte, así como en su proceso formativo y su madurez creadora (vínculos generacionales, asimilación del surrealismo y el existencialismo, etc.).
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Ahí una cuestión central es la dualidad entre la persona cotidiana (observadora, tímida, pero también estupenda bailarina de música cubana, por ejemplo) y la que escribe “desde el otro lado […] irracional – pero no necesariamente inconsciente” (p. 55). A tal punto que no le gustaba lo que escribía: “no me gustaba enseñar lo que hacía y tampoco era capaz de reconocerme en esas líneas” (p. 165).

Esa escritura, implacablemente alimentada por la “vida triste, oscura y desesperanzada que me rodea” (p. 41), la alejó de la rima, el ingenio festivo y el culto a lo “bello” y lo “idealizado” romántico-modernista que reinaba en su medio familiar (la abuela y la madre poetas, diversos parientes escritores y artistas). Se desató incontenible al conocer en la universidad a dotados poetas modernos (Sebastián Salazar Bondy, Raúl Deustua, Eielson Sologuren, etc.) y, sobre todo, frecuentar la Peña Pancho Fierro, con el magisterio mayor de José María Arguedas, más el de Emilio Adolfo Westphalen y César Moro, entre otros.
No solo se apartó estéticamente de su familia (“había todo un lenguaje incorporado al lenguaje familiar que era parapoético. No creo que fuera estrictamente poético”, p. 207); también, en el terreno sociocultural y político: “me vi trasladada de una casa muy enquistada de algo muy limeño, muy criollo, algo limitada, sin duda, a un mundo nuevo y mayor: el mundo del Perú. Creo que el personaje más importante para mí en ese momento (…) fue Arguedas” (p. 195).
El remezón fue tremendo: “allí escuché y aprendí cosas muy importantes sobre el Perú y a sentirlo como una verdad muy oscura, honda, dolorosa y casi impronunciable (…) un asedio apasionado, trágico y no exento de esperanza, a este horrible y amado país nuestro” (pp. 44-45). Ese Perú existe, sigue existiendo marginado por el Perú oficial (“blanco”, criollo).