Embelesado por la óptica del niño-narrador (un prodigio de ternura y comunión amorosa con los habitantes y los visitantes asiduos de la casa familiar), por la trama envolvente de “las aguas de nuestro mar, aguas tan llenas de historias, tan llenas de sueños, tan llenas de aquellas vidas que fueron antes” (p. 309) y por la cadencia hipnótica de su prosa rica en vibraciones poéticas, entono esta celebración de la magistral novela Tiempos de mar (Lima, Lluvia Editores, 2021), de Alejandro Estrada Mesinas (Lima, 1943).
La primera versión de dicha novela generó, en 2003, el entusiasmo de nuestra gran Blanca Varela (lectora acuciosa, nada complaciente): “Tiempos de mar, por la riqueza de su lenguaje y su imaginería, se inserta en la más pura tradición literaria peruana (…) una fuerte melancolía y un gran escepticismo, plenos de auténtica sensibilidad, recorren esta novela que articula la historia individual con la del Perú, la de nuestra América Latina y la del mundo occidental, durante un siglo” (p. 428).
Una centuria que va de mediados del siglo XIX a 1948 (el abortado golpe aprista contra Bustamante y Rivero). Aunque da cuenta de sucesos anteriores: el “amor loco” entre el abuelo y su esposa Clotilde, y el nacimiento de sus tres hijas, el eje narrativo se instala cuando el abuelo decide abandonar “el barullo urbano” de Lima e instalarse en La Punta (entonces “un pobre villorrio de pescadores”, p. 21), un “exilio marino” (p. 63) para aislarse e “interponer distancias” (p. 20) con el descalabro de la política (lo espantan el asesinato de Balta y el linchamiento de los hermanos Gutiérrez, en 1871) y el sufrimiento causado por la muerte de su esposa (años después, se negará a experimentar el “amor loco” con la institutriz inglesa de sus hijas).
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Resulta formidable cómo la novela entrelaza las peripecias de la familia con la agitación política: la campaña de la Breña en la guerra con Chile, la prédica anarcosindicalista de González Prada, el accionar de los apristas y socialistas, etc.

En ambos casos, asistimos a fracasos y/o frustraciones. De un lado, la pérdida del “amor loco” y la dicha familiar, simbolizadas al extremo porque el nacimiento de la encantadora (llena de gracia y de vida) Teresa acarrea en el parto la muerte de su madre Clotilde; el de la hermosa (espiritualmente elevada) Celinda (prima a la que adora, platónicamente incestuoso, el niño-narrador) provoca el fallecimiento de Isabel al alumbrarla; y el del niño-narrador (“hijo del pecado” fuera del matrimonio) supone el deceso de la parturienta Teresa. De otro lado, la historia del Perú como una reiteración de ocasiones perdidas (tal cual ha registrado Jorge Basadre).
El tiempo queda en suspenso, sin realizarse las metas deseadas, “paralizado” (p. 388, sintomáticamente el niño-narrador se vuelve paralitico). Así, Celinda, desilusionada, opta por mantenerse prisionera “en ese tiempo que prefieres inmóvil, casi fosilizado” (p. 371; y su pretendiente Ernestino posee una “indeseada virtud de mantener el tiempo suspendido, determino, aletargado” (p. 397).
Nos falta espacio para abordar la riqueza de los nexos literarios con Cien años de soledad de García Márquez, Pedro Párano de Rulfo (los muertos cohabitan la casa familiar), En busca del tiempo perdido de Proust (la eternidad de lo suspendido, contrasta con la liberación triunfal del alma en la eternidad del tiempo recordado), las aventuras marinas (en particular, Emilio Salgari), etc.