Mercedes Monmany es una reconocida traductora, editora, ensayista y crítica literaria española. Voraz lectora y especialista en literatura centroeuropea, Monmany conversa con CARETAS sobre Ya sabes que volveré (Galaxia Gutenberg), su exitoso libro sobre el proceso de escritura de tres grandes autoras en Auschwitz.
—En este libro nos hablas de tres autoras judías que vivieron la mayor catástrofe del siglo XX: el Holocausto. Más allá de la tragedia, nos queda la sensación de un aliento esperanzador por la vida. En Némirovsky, Hillesum y Kolmar había una resistencia en la escritura.
En efecto, sin considerar totalmente que la escritura fuera una salvación al menos espiritual, anímica, en aquellas circunstancias límite, en mi libro tuve un especial empeño en hablar, no solo de ellas, sino de otros muchos jóvenes escritores, normalmente de diarios, algunos magníficos y realmente estremecedores, que llevaron a cabo durante la persecución (Hélène Berr, Petr Ginz, Ruth Maier, Eva Heyman). La escritura les sirvió, de algún modo, no solo para dar testimonio y denunciar la tiranía nazi, para hablarle al futuro, sino para reafirmar una necesaria dignidad como seres humanos, una dignidad que se había mantenido incólume y que les era negada a ellos y otros muchos en una época en la que la barbarie parecía haberse adueñado del mundo conocido y civilizado de antaño.
Muchos de estos diarios, de correspondencias de una calidad literaria espléndida, permanecieron anónimos durante años, antes de ser rescatados. La más conocida es evidentemente Ana Frank, la primera joven aprendiz de escritora que se divulgó, incluso antes que Si esto es un hombre, de Primo Levi, que en cambio tuvo no pocos problemas editoriales antes de lograr ser publicado en una gran editorial, en Einaudi, en 1958. El Diario de Ana Frank apareció por primera vez en los Países Bajos en 1947, contando siempre con el empeño decidido de su padre, Otto Frank, como arma de combate de primer orden contra un pérfido “negacionismo” que no dejaba de extenderse cada vez más. En 1952 apareció en los Estados Unidos, con un prólogo de Eleanor Roosevelt, lo que ayudó sin duda a darle una enorme visibilidad.
—Llama la atención que ellas hayan practicado un mestizaje de registros asociados a la intimidad, a saber, la epístola y el diario. Bien sabes que el híbrido íntimo es una de las características de la narrativa actual. ¿Crees que su recurrencia se deba a etapas de crisis?
¡Por supuesto! No vivían en un tiempo normal. La mayoría no tenían contactos ni siquiera con círculos literarios y si los tenían, que era el caso de Némirovsky, la única de las escritoras, y jóvenes escritores, de los que hablo, que era una verdadera estrella en su época, sufría la censura de un feroz antisemitismo desencadenado en su caso en un país colaboracionista como Francia, que sufría la Ocupación nazi. Curiosamente, en el caso de Némirovsky, sus contactos y amistades que aún mantenía con intelectuales y directores de publicaciones fascistas, de la extrema derecha, al menos en unos primeros tiempos, le permitieron seguir publicando con seudónimo.
Lo más inmediato que tenían todos estos judíos perseguidos, acorralados, que de algún modo amaban la escritura y querían dejar todo lo entonces vivido por escrito, era la literatura de género “íntimo”. Lo que aún hoy, y mientras escribía mi libro, no deja de sorprenderme es el altísimo nivel literario de algunos de estos textos que nos han llegado. Se trataba de diarios, de cartas —en el caso de poder enviarlas— y papeles dispersos que ni siquiera se tenía la certeza de que serían un día publicados. Y el amor por la palabra, por encontrar la expresión adecuada, la frase bien construida, no cesó en ningún momento, en aquellas terribles e indescriptibles circunstancias en que no se sabía si se viviría un día más para contarlo.

—Aparte de este título, tienes otro también referencial, Por las fronteras de Europa. Es obvio que tienes una fascinación por la literatura centroeuropea y eres una especialista mundial en ella. ¿Desde cuándo y cómo viene esta pasión?
Siempre explico que unas lecturas, unos libros, tiran de otros, como mi interés por la Shoah que comenzó imagino por el terrible impacto que tuve cuando a los 20 años leí a Primo Levi, experiencia que creo que en toda persona marca un antes y después. Luego llegarían muchos otros. Y esos “muchos otros”, muchas veces, en el caso centroeuropeo, eran judíos: Joseph Roth, Stefan Zweig, Soma Morgenstern, Bruno Schulz, György Konrád, Imre Kertész. Y de entre ellos, algunos, en una especie de subdivisión, fueran judíos o no, habían pertenecido al fenecido Imperio Austrohúngaro y yo los admiraba enormemente como escritores: Robert Musil, Arthur Schnitzler, Gregor von Rezzori, Ödön von Horváth… O sea, que se podría decir que todo, en mi caso, empezó por la fascinación por el Imperio. Pero luego, como siempre sucede en la vida, cuando te vas adentrando por territorios que encuentras apasionantes, y en mi caso, como crítica literaria, de una calidad realmente deslumbrante en tantísimos casos, se produce algo así como un juego de muñecas rusas: los húngaros tiran de otros húngaros, los balcánicos de otros balcánicos o los polacos de otros polacos. En todo caso, se trata de una pasión que empezó muy pronto, en mi época de Universidad.
Tengo que decir que en España, entonces, no se traducía demasiado de literaturas del Centro y Este de Europa, pero como la familia de mi madre era francesa y yo atravesaba a menudo la frontera (de ahí mi título) para ir a visitarlos, me hice con una buena biblioteca. En Francia siempre se ha traducido muchísimo, siempre ha habido un gran interés, también me imagino que por ser un país tradicional de acogida de los muchos exiliados y perseguidos políticos, de los que la Europa del Este ha producido en abundancia. En cambio, en España vivíamos en una dictadura, y nadie, como es de imaginar, venía a exiliarse a nuestro país.
—Tu ensayística no cae en la exhibición forzada de conocimiento, sino en la intención de compartir lecturas, la experiencia de la verdad emocional.
Para mí es una cuestión vital. ¡Y me gusta que lo abordes! Cuando apareció en España El Danubio, libro para muchos de mi generación, y también para otras, de cabecera, comencé una gran amistad con su autor, Claudio Magris. Se convirtió en algo así como mi maestro. También, si nos referimos al ámbito de la crítica literaria, lo ha sido, en la distancia, George Steiner. Ambos, pero en el caso de Magris de forma mucho más acentuada, tenían una escritura maravillosamente accesible, con momentos de gran belleza poética, literaria. Una escritura ensayística nada críptica ni con claves para iniciados, nada indigestible, como había sucedido en generaciones anteriores —y aún hoy, pero quizá menos acentuado— que tenían fascinación por los textos oscuros, de una enorme aridez y de una sobreabundancia teórica, referencial. Pero no en el sentido de explicar las obras literarias y de hacerlas amar, de comunicar entusiasmos, sino en el sentido de referirse fríamente a ellas de pasada, con arrogancia y con referencias cargadas de más referencias y referencias. Para mí, ¡un verdadero espanto!
—Las escritoras que abordas en Ya sabes que volveré proyectaron un carácter y actitud teniéndolo todo en contra. Hoy podrían ser vistas como feministas.
Bueno, odio este término, “escritura feminista”, jamás lo he empleado. Sobre todo, en el caso de estas mujeres, que estaban inscritas en el devenir trágico de toda una Humanidad en determinado momento de la historia. Representaban a toda esa humanidad sufriente, perseguida, a millones de víctimas, sin distinción de edades, nacionalidades, razas o sexos. Me he leído muchísimos textos referidos al Holocausto, lo puedo asegurar, y en ningún momento hay ningún tipo de queja, del estilo de “esto nos pasa por ser mujeres” o “nuestro sufrimiento es mayor que el de nuestros compañeros masculinos”, etc. En realidad, las pensadoras, o escritoras si se prefiere, que más me interesan del siglo pasado (Hannah Arendt, Simone Weil, María Zambrano, Marguerite Yourcenar, Nadezhda Mandelstam) jamás utilizan su condición de mujeres para saberse y pensarse diferentes, o para manifestar una percepción de lo humano distinta al pensamiento de muchos y muchas otras. Están inscritas en la historia de la humanidad y de la historia de la cultura universal en su conjunto.