El desmesuradamente modesto y frugal Kafka, de haber tenido la sospecha de que su incondicional amigo Max Brod no iba a cumplir con el deseo de que sus textos todavía inéditos —nada menos que manuscritos como El proceso, El castillo, El desaparecido (América)— fueran incinerados luego de su deceso, se habría asegurado de quemar él mismo esos papeles, para no correr la misma suerte de su personaje Joseph K., cuya inmolación heroica es opacada al final por la sospecha y el temor de que la vergüenza le sobreviviría. Ahora nosotros, sus sobrevivientes, nos complacemos, pero también nos desconcertamos y laceramos con esa espléndida vergüenza kafkiana.
Pero esa vergüenza con seguridad se habría centuplicado si el autor de La metamorfosis hubiera llegado a ver la manera monstruosa con que Brod editó esos escritos (ver en próxima nota), para no mencionar que además puso al desnudo y sin empacho la intimidad más celosamente guardada de su camarada, a saber, la agazapada en sus deslumbrantes y perturbadores Diarios y en su desgarradora Carta al padre. ¿Es que se puede torcer hasta tal punto la última voluntad del amigo en aras de la admiración que tiene uno por su obra, a todas luces de un valor sin par?
Ya Milan Kundera, en sus Testamentos traicionados, ha examinado con perspicacia este tema, y por cierto Brod no ha salido bien parado. Según aquel, nada justifica la traición a un ser querido, y menos aún tratándose de alguien con una sensibilidad e inteligencia excepcionales como las de Kafka, todo en aras de una hipotética admiración futura de un público que a la vez él temía y tenía sin cuidado. También a mi entender, Brod ocupa un lugar junto a Judas, Bruto y Casio en esa llanura de hielo que conforma el último círculo del infierno danteano: el de los traidores. Y, no obstante, ¡bendito sea Brod! La literatura es como la libertad: muchos delitos se cometen en su nombre.
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De lo anterior se desprende que será muy difícil añadir lo que, para bien o para mal, ya se ha dicho; acaso habría que tomar un respiro para ponerse a pensar si vale la pena semejante osadía, muy próxima a la impostura y al despropósito. Quizás uno debería aproximarse al ruborizado muerto, quedarse en silencio, y esperar paciente y respetuosamente a su lado para ver si a él se le pasa la vergüenza y se anima a hablarnos al oído, pues es casi seguro que no llegó a expresar todas las cosas que quería (¡quién lo puede!), entre otras que, contra las apariencias, uno no acaba nunca de morir.
De pronto tal vez volvamos a escuchar a Kafka, murmurando: “Tras la muerte de un hombre, un silencio particularmente bienhechor interviene durante breve tiempo en la tierra con respecto a los muertos, ha tocado a su fin una fiebre terrestre, ya no se ve que prosiga un morir, al parecer se ha descartado un error, incluso para los vivos es una oportunidad de recobrar aliento, por lo que se abre la ventana de la cámara mortuoria, hasta que ese descanso parezca ilusorio y comiencen el dolor y las lamentaciones”.
Así, pasada esa muerte —que es una tregua—, la vida, la decadencia, el dolor y el equívoco continúan; Kafka lo vio claramente desde temprana edad y a partir de ese momento consagró su existencia a la escritura como ardoroso e ímprobo intento de establecer e ir decantando dicha visión. Si para Faulkner escribir era una manera de vivir, para Kafka se trataba más bien de una inteligente forma de morir o, si se quiere, de retardar el último tránsito, trasladando (garabateando, diría él) a la cuartilla sus más íntimos sueños, temores, deseos, fantasías, pero no movido por el propósito de alcanzar la para él inexistente trascendencia vital, sino más bien acicateado por la urgencia de fabricar la obra de arte perfecta que, en literatura, consistiría en llegar a plasmar lo inexpresable con sencillez y fidelidad extremas, aun a costa de la propia vida, del mismo modo esforzado y para otros incomprendido con que su artista del hambre practicaría el ayuno hasta las últimas consecuencias.

En El Castillo se lee: “Pero, ¿qué es lo que persigue, qué extraña especie de sujeto es este? ¿Qué es lo que en verdad pretende? ¿Qué importantes asuntos son esos que lo tienen ocupado y que lo hacen olvidar lo más cercano y lo más hermoso?”, se preguntan los habitantes del improbable pueblo que K visita. ¿Y qué es lo que moverá al propio Kafka, nos preguntaríamos nosotros, eso que lo inquieta tanto y que, al parecer, lo habría obligado a dejar pasar la felicidad (sic) por escrúpulos?
“Porque solo soy literatura y no puedo ni quiero ser otra cosa” y “todo lo que no es literatura me hastía”, repetía una y otra vez Kafka en sus urgidos Diarios. Pues, pese a la indudable densidad de su obra, tanto esta como su propia existencia aspiraban a la suprema simplicidad, quién lo diría. […] En el relato que su amigo Max Brod hace de su primera conversación con Franz, lo escuchamos decir: “Condenó todo lo que aparentara ser rebuscado e intelectual, inventado artificiosamente. Como ejemplo de lo que le gustaba citó un pasaje de Hofmannsthal: ‘El olor de piedras húmedas en el zaguán de una casa’ Y guardó silencio durante un buen rato sin añadir nada más, como si aquel misterio y aquella sencillez tuviesen que hablar por sí solos”.
Pero es precisamente en este gusto por lo simple que se verifica desde sus primeros años como escritor donde se puede detectar uno de los rasgos distintivos de toda su obra, a saber, su capacidad de asombro ante las cosas, por más insignificantes y banales que estas parezcan. Lo que para Aristóteles es el motor primero de la filosofía, para Kafka es el impulso originario de la escritura, con la particularidad de que en este lo sencillo le resulta extraño y lo extraño por lo general termina siéndole incomprensible, inaceptable y doloroso.
Ya hablaba de esto un personaje suyo de “Descripción de una lucha”: “Me sentí tan débil y desdichado que hundí el rostro en el suelo; no podía soportar el esfuerzo de ver las cosas que me rodeaban en el mundo. Estaba convencido de que cada movimiento y pensamiento eran forzados, había que cuidarse de ellos”. De ese insoportable esfuerzo por ver el mundo en el que le tocó habitar huyó Kafka, describiéndolo.
En tal sentido, la distancia que hay entre él y el mundo queda salvada, al menos en parte al establecer relaciones nuevas y arbitrarias entre las cosas, relaciones estas que refuerzan todavía más la sensación de extrañeza y de asombro que nos producen sus escritos, sobre todo si lo narrado hace gala de una sencillez a prueba de balas, lo que en sí mismo es toda una contradicción.
Acaso también se podría aseverar que la arbitrariedad con que Kafka dispone de los materiales con que fabrica sus relatos es una manera sui géneris de rebeldía y de revancha frente al status quo, pues qué le queda al indefenso sometido por un poderoso rival que lo afrenta y que lo humilla sino vengarse de él en su mente y en su corazón, destruyéndolo con el letal martillo de su gran imaginación para, si así lo quiere, volver a construir a su víctima, pero esta vez como le venga en gana, haciendo escarnio de él si de pronto se le ocurre ponerle un zapato como boca y un helado de vainilla en el trasero; cualquier cosa con tal de poder imponer, aunque sea in extremis, su propia voluntad.
Esta especie de cubismo literario que Kafka practica a la hora de armar caprichosa y azarosamente el espacio y el tiempo, pero también los personajes, las ideas, las historias, las acciones, los parlamentos; este modo tan especial de deconstrucción y reconstrucción de los distintos elementos literarios, se condice a la perfección con el espíritu farsesco que, contra lo que se pudiera pensar, satura toda su obra, concebida a lo mejor como una puesta en escena satírica de la realidad que tanto mortifica al autor.
De ahí que, en efecto, como atinaba a decir Walter Benjamín, “Kafka es incansable para actualizar el gesto. Pero no lo hace nunca sin asombro. Del ademán del hombre toma los apoyos tradicionales y entonces hace de él un objeto de meditación”. Solo que quizás es meditación en tanto crítica del hombre y el sistema absurdo e injusto por él creado, y contra cuya tiranía solo se podrá luchar mediante la representación, la parodia, el remedio simiesco y zahiriente, que lanza sus dardos por doquier acertando a todo y a todos, sin que quede nada indemne y sin ser denigrado.
Será por eso que estallará en carcajadas el guardia de “¡Renuncia!” cuando alguien le pregunta por el camino que lleva a la estación de trenes, “dándose media vuelta con gran ímpetu, como la gente que quiere estar a solas con su risa”; será por lo mismo que el propio Kafka como el auditorio que escuchaba con suma atención su lectura pública de los capítulos iniciales del El proceso se reían hasta las lágrimas a causa de los “terribles sucesos” que en él se relataba.

Hasta cierto punto es el mismo efecto hilarante que se experimenta al leer no pocos pasajes de, por ejemplo, El Quijote o de Ulises, que así como tiene que ver con la risa sana y franca, también es producto de lo que nos pueden producir el dolor y el absurdo cuando uno no se somete ante ellos, sino que los enfrenta con originalidad y genio. […]
No obstante, entre tanta mofa y rebeldía, ahí permanecen la pena, la agonía, el decaimiento, la angustia, el dolor, la herida. Esa misma herida rosada del tamaño de una mano que lleva en el flanco derecho el joven enfermo de “El médico rural”, con gusanos tan largos y gruesos como dedos meñiques, manchados de sangre y retorciéndose en su centro; la herida cada vez más putrefacta en el pulmón de Gregor Samsa, convertido en un monstruoso insecto; esa herida de guerra en el muslo del padre farsante y furioso de “La sentencia”; para no mencionar las laceraciones de todo tipo, en las mentes o en los cuerpos, que infligen o padecen una legión de personas, animales e híbridos que transcurren por gran parte de las historias kafkianas. […]
Alguna vez Kafka se dirigió a su amigo Oskar Pollak, diciéndole: “Lo que necesitamos son libros que hagan en nosotros el efecto de una desgracia, que nos duelan profundamente como la muerte de una persona a quien hubiésemos amado más que a nosotros mismos, como si fuésemos arrojados a los bosques, lejos de los hombres, como un suicidio; un libro tiene que ser el hacha para el mar helado que llevamos adentro.”
Kafka se lo planteaba a sí mismo, dudoso siempre de los múltiples caminos que siguió por pura intuición, pero que invariablemente desembocarían en la herida que no cerraba nunca por más intento de cura o alivio que lo salvara y redimiera. Pero quién era Kafka, salvo su autodesignación, expresada a media voz, con la timidez y brevedad de esa K —nombre del héroe de sus grandes novelas—, letra que es poco más que la clásica X incógnita para que esa K sea un nuevo y más luminoso enigma.
El Buitre
de Franz Kafka
Había una vez un buitre que me picoteaba los pies. Ya había desgarrado las botas y las medias, y ahora me picoteaba los pies. Siempre hacía un destrozo, luego revoloteaba inquietamente sobre mí y después continuaba con su tarea. Pasó un señor, se quedó mirando un rato y entonces preguntó por qué toleraba yo al buitre. “Estoy indefenso”, dije, “él llegó y empezó a picotearme; luego, por cierto, quise espantarlo; hasta intenté estrangularlo, pero una bestia de ese tipo tiene mucha fuerza y quería saltarme a la cara. Fue entonces que preferí sacrificar los pies. Ahora están casi destrozados.” “¿Cómo se deja usted atormentar de ese modo?”, dijo el señor, “un tiro y el buitre es historia.” “¿Usted cree?”, pregunté, “¿no quiere encargarse del asunto?” “Con gusto”, dijo el señor, “solo debo ir a mi casa y tomar mi escopeta. ¿Puede esperar todavía media hora más?” “No lo sé”, dije y por un instante me quedé paralizado de dolor, luego dije: “Por favor, inténtelo de todos modos.” “Bueno”, dijo el señor, “me daré prisa.” El buitre había estado escuchando tranquilamente nuestro diálogo y dejado vagar su mirada entre el señor y yo. Ahora vi que él había comprendido todo, levantó vuelo, retrocedió como para lograr el impulso necesario y, como un lanzador de jabalina, hundió profundamente su pico en mi boca. Al caer de espaldas me sentí liberado; que en mi sangre, que colmaba todas las honduras e inundaba todas las orillas, él irremediablemente se ahogaba.
(Trad. de Renato Sandoval Bacigalupo)