En estos últimos días he vuelto a leer un libro que me ha dejado la misma sensación de perplejidad de cuando lo leí por primera vez. Son muchas las impresiones que depara El meteorólogo (Libros del Asteroide, 2017) del escritor francés Olivier Rolin, pero de todas ellas, una se impone como un ladrillazo en la cabeza: no se puede ser indiferente con su lectura y más cuando estas páginas son un ejemplo de lo poco que se ve hoy en día en materia narrativa: crear belleza a partir del horror, la injusticia y el abuso.
¿En qué dimensión yace la radiactividad de la publicación? Al respecto, podemos especular sobre sus senderos, sean estilísticos, estructurales y temáticos. Igualmente podríamos inquirir sobre su naturaleza genérica de la que, en lo que a mí respecta, no me preocupa. Si es novela o testimonio, poco o nada suma en la valoración que habría que dar a Rolin como escritor, que no solo nos ha entregado un ejemplo de su calidad literaria, sino también una historia que tiene el suficiente poder de ir más allá de la experiencia de la lectura, en otras palabras, no solo nos quedamos con un perfil configurado para sus evidentes fines narrativos, sino con una sensación que obliga al lector a cuestionarse existencialmente y también a pensar en el otro, el prójimo.
Así es, El meteorólogo es un pequeño acontecimiento y no sería lo que es si su hacedor no fuera dueño de convicciones políticas e ideológicas, según su hoja de vida, pautadas por la militancia política.

Cuando joven, Rolin fue un creyente de la revolución comunista, pero antes de hipotecarse a partido alguno, se mantuvo aferrado a los principios en los que se nutría la revolución, principios que sabemos, hasta para quienes no sintonizamos con la seña política, descansan principalmente en la protección del hombre y la igualdad social. Rolin no tardó en decepcionarse de la revolución comunista por culpa de sus sátrapas y dictadores, que hicieron que esta trajera hambre, miseria, muerte y humillación. Su mayor ejemplo trágico: lo ocurrido con la URSS.
Consignamos esta postura del autor con el fin de entender el ánimo del proyecto narrativo que nos reúne. Sin esa creencia en los principios de izquierda, no tendríamos en manos la joyita narrativa El meteorólogo, que nos presenta a quien ya debemos tener en el radar: Alekséi Feodósievich Vangengheim, un destacado hombre de ciencia que se desempeñó como jefe del Servicio Meteorológico de la URSS. Vangenheim era un convencido de la importancia de su labor, que la asumió con ahínco para los fines de la revolución del proyecto dirigido por Stalin. Vangenheim sabía que estaba siendo parte de un cambio que podía extenderse por todo el planeta, sentía la revolución en la piel, al punto que llamó Eleonora a su hija porque ese era el nombre de la hija de Lenin. En otras palabras, Vangenheim era uno de los aliados de la revolución comunista.
Como todo Estado totalitario, la URSS comenzó a sacar a flote sus lados especulativos y conspirativos, condimentados con irrefrenable paranoia. Había que cuidar la transformación social y en este cuidado absolutamente todos eran sospechosos. En 1934, este reputado meteorólogo es acusado de traición a la causa revolucionaria y sin más explicación fue enviado a las islas Solovkí, que conformaban la cárcel geográfica del Gulag. Nuestro hombre de ciencias no sabía de qué clase de traición se le acusaba, y como era tan bienpensado, llegó a creer que su situación partía de un malentendido. En los días y las noches de carcelería, y debido a sus ataques de nervios que lo hacían ineficaz para el trabajo físico, Vangenheim se dedicó a la lectura y el estudio.
Tengamos en cuenta que no era la única persona con conocimientos acusada de traición, también se encontraban músicos, científicos, escritores y filósofos en su misma situación. Por ello, cuando eran intervenidos, estos no dudaban en llevar consigo todo su material de trabajo. El personaje de Rolin leía mucho, pero también dedicaba las horas a la escritura de cartas, en este orden de destino: a su hija, a su esposa y al dictador Stalin, a quien rogaba que viera por su situación, ya que no entendía el porqué de su encierro cuando la revolución que él comandaba era también la suya.

Como padre ausente de la crianza de su hija de tres años, las misivas a su pequeña exhibían un contenido pedagógico sobre las maravillas naturales, como los amaneceres, y también la flora y fauna que veía a diario. Estas cartas venían acompañadas de dibujos y pequeños textos que los explicaban.
En este punto, no es nada gratuita la información de las cartas a su hija. Gracias a estas misivas es que la historia del meteorólogo llega a las manos de Rolin, que arriba a ella tras una invitación en 2010 a la Universidad de Arjánguelsk. No era la primera vez que Rolin prestaba servicios académicos, y como ya conocía el lugar, decidió hacer otros viajes cortos, quedando fascinado por el paisaje de Solovkí, lo que hizo que germinara en él la intención de hacer una película. Para ver las locaciones de su posible proyecto cinematográfico, Rolin regresó a Solovkí en 2012. Es precisamente en este nuevo viaje que el autor se topa con la historia secreta de Vangenheim, de quien tiene conocimiento gracias a un álbum no venal preparado por la hija de un desaparecido llamado Vangenheim.
Las intenciones de hacer una película quedaron de lado porque el llamado sobre la vida del meteorólogo ejerció en nuestro autor una obsesión complicada de eludir. La fascinación por saber más de este hombre bueno y común fue el impulso que llevó a Rolin a elaborar un rompecabezas informativo, labor que de por sí se pintaba de imposible. No hay que perder de vista de que han pasado muchas décadas desde la desaparición del meteorólogo y que lo más probable era que existieran contadas posibilidades de encontrar testigos directos que relataran lo pudo pasar con él.

Rolin empieza a recolectar material para reconstruir el perfil de un hombre injustamente acusado por el Partido y condenado a muerte. El autor se vale de las cartas, del mismo modo de los testimonios de historiadores y de la voraz lectura de libros que abordaran las secuelas de la dictadura de Stalin. Es gracias a este armado de información en donde encontramos la médula de este proyecto. Nos enfrentamos, más que a una inteligencia, a una sensibilidad que en la administración de información es capaz de indignar y conmover. Esta ambivalencia sensorial se la debemos a la autocrítica de Rolin que señalamos líneas arriba. Rolin cree en los principios del comunismo, pero no en la desgracia que hicieron de él sus asesinos.
Lo ideal es calificar a El meteorólogo como un extraño artefacto narrativo. La decepción de Rolin del sistema comunista le permite ejercer una libertad discursiva, que vemos en la exposición de los materiales a disposición, y en este curso el autor no es ajeno a sus opiniones sobre Vangenheim, tal y como los consigna en los párrafos en los que resalta la ingenuidad del científico al creer que su situación partía de un mal entendido o de un mero error burocrático, cuando lo cierto era que ya estaba condenado a muerte.
¿Una historia real? Por supuesto. ¿Hay algo de ficción en esta publicación? Lo más probable, y de ser así, poco o nada importan las fijaciones sobre las gotas de ficción capaces de teñir un texto de no ficción. Rolin tuvo que especular y así llenar los vacíos de la tragedia humana que nos presenta. Además, lleva a cabo esta empresa mediante una prosa aséptica, que nos revela su grado de compromiso con la palabra escrita en función a su tema, o sea, una ética discursiva contra el ego creador, esa criatura maligna capaz de resentir cualquier proyecto literario por culpa de los caprichos de la prosa adornada. En la aparente facilidad de la palabra, Rolin nos obsequia una historia de vida que es capaz de hacernos mejores personas. Hay que agradecer.