Comencemos con una fugaz confesión: llevaba años buscando este libro del autor norteamericano William Styron. No sé cuántas veces habré preguntado por él, ya sea en librerías formales, en las informales y en cuanta feria de libro haya asistido. Seguramente para el lector atento esta “confesión” pueda parecerle por demás extraña y hasta impostada, puesto que Styron es autor de novelas muy conocidas, y canábicamente mastodónticas, de esas que te obligan a psicodélicas sentadas en las tardes de sol.
Pensemos en su obra maestra, en Las confesiones de Nat Turner (1968), que aparte de la polémica que generó mediante su personaje Nat Turner, pastor protestante que en 1831 encabezó una insurrección signada por el derramamiento de sangre, acción que obedeció a una revelación divina, es también la muestra mayor de la cantera con la que Styron nutrió su poética: el conflicto social silencioso y la violencia emocional/espiritual. En esta línea, no dejemos de tener en cuenta otras novelas también populares y saludadas por la crítica, a saber: Tendidos en la oscuridad (1958) y La decisión de Sophie (1979).
Valga este preámbulo para desgranar el rescate que se ha hecho de Esa visible oscuridad. Memoria de la locura (Capitán Swing, 2018). Publicada en principio en 1990, este libro de Styron es tan relevante como sus obras de ficción. Lo escribió cuando ya había decidido no entregar más títulos a las editoriales, sintiéndose un autor que apelaba al silencio, porque sabía que lo peor que le podía suceder era seguir publicando cuando ya no se tiene nada que decir.

En este proyecto, el estadounidense detalla el oscuro proceso de depresión que sufrió en 1985 en París, ciudad en la que se le rendiría un importante homenaje por su trayectoria. No era la primera vez que Styron se encontraba en esa ciudad, pero hasta esa ocasión las manifestaciones de la depresión habían permanecido reprimidas, en una suerte de estado vegetativo que eclosionaron en las horas menos indicadas. Styron no solo narra la irrupción de la depresión, estrategia que habría sido zafia y vulgar para una pluma de su talla. Al igual que en su ficción, acude a la reflexión, pero nos referimos a una que está pautada por la cicatería discursiva, que entendemos ya que Esa visible oscuridad nació de una serie de artículos para la revista Vanity Fair. Este coto discursivo, que asociamos en principio a la brevedad periodística, justifica la fuerza de la narración. El autor bien pudo optar por una linealidad amazónica, llena de datos y referencias, pero no fue así porque Styron quiso brindar testimonio de su dura experiencia personal con la depresión, no ofrecer un tratado sobre la complicada naturaleza de la misma. Ergo: escribir menos para transmitir más.
Aunque se caiga en la redundancia de lo harto conocido, el resaltado es inevitable: la depresión es una enfermedad que aqueja a millones de personas en el mundo, sin embargo, su “aura” (tradición) está más asociada al mundo del creador y del artista, también al del intelectual. Styron se sirve de esta asociación (que ya tendríamos que calificar de lugar común) para testimoniar de lo que sabe y buscar en la escritura vasos comunicantes entre su destrucción interior con la de otros autores que figuran como faros en el imaginario de los lectores.
Por eso, entendemos las menciones a Hemingway y Camus. De este último edifica una tétrica y maravillosa especulación sobre las causas de su muerte. Además, Styron reflexiona sobre la posibilidad del suicidio que corroe a la gran mayoría de depresivos. A este gigante de las letras no le interesó entregarnos la Memoria Total, menos la Memoria Mastodonte. En este sentido, barajamos sospechas razonables que justifiquen la aparente “pequeñez” de la publicación, quedándonos con la siguiente: entregar un libro que no solo pueda ser leído por el lector entrenado, sino que su lectura llegue a ser útil para el depresivo y para todo aquel interesado en el asunto de la depresión. Dicho hasta aquí, podría pensarse en que nos hallamos ante un libro de autoayuda. Así es, pero uno (¡subraya!) al revés.

Cada línea, cada párrafo, no son conjuntos de palabras al aire. Exhiben un peso verbal designado como tal por el filtro de la densidad. Es decir, esta máquina de narrar encapsuló el fuego de su poética: el discurso del tormento emocional. Esta carga en la prosa y la exhibición del concepto personal sobre esta enfermedad, dinamitan cualquier amenaza de Happy End. Hay pues un Happy End, pero a este se llega pasando previamente por el peaje del destrozo emocional y la exposición de la vergüenza (a saber, las líneas sobre las consecuencias físicas (sexuales) por el consumo de determinado antidepresivo).
El pequeño cuaderno
En un fragmento, Styron cuenta sobre la existencia de un pequeño cuaderno de apuntes. Este cuadernito (metáfora de lo “muchos” que llevó) no calza con la memoria al vuelo, ni el diario selectivo, menos con el aforismo, ni hablar con el ensayo. La mención de la existencia de este cuaderno no es gratuita: la bitácora del día a día, en donde se registra desde la información más sesuda hasta la impresión más personal. Es decir, la vida tal cual, sin adorno alguno en el estilo, ajeno a la depuración del pensamiento oportunista. Nada más lejos de la inmortalidad que la existencia de ese cuaderno que no guarda relación alguna con las impresiones presupuestadas en las que se estrellan no pocas publicaciones de carácter testimonial/confesional.