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Impacto visceral: “La familia real” de William T. Vollmann

Escribe: J. J. Maldonado* | William T. Vollmann es uno de los escritores norteamericanos más importantes del momento. Se lo ha comparado con Dante, Lautremont y Dostoievsky por la potencia vital de su obra.

martes 25 de octubre del 2022
en Cultura, Última Impresión
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Impacto visceral: “La familia real” de William T. Vollmann

William T. Vollmann es un escritor de culto que acrecienta su leyenda con cada nuevo libro que publica. “Europa Central” y “La familia real” son algunas de sus obras más ambiciosas traducidas al español. Fuente: The New York Times.

De un tiempo a esta parte suele pensarse que el máximo rival y principal sujeto de admiración de David Foster Wallace, entre los escritores de su generación, fue única y exclusivamente Jonathan Franzen. Pero basta con repasar la biografía, las entrevistas y los papeles sueltos del autor de La broma infinita para desmentirnos y considerar una nueva opinión: que el verdadero narrador a quien realmente admiró, consideró su rival e, incluso, lo vio por encima de sí mismo, fue el escritor más salvaje, excesivo y visceral de toda su generación: el californiano William T. Vollmann. 

Un par de ejemplos. En marzo de 1996, durante el tour promocional de La broma infinita, Foster Wallace se confesó sin ambages ante el reportero David Lipsky cuando este le preguntó sobre la obra de Vollmann: “Sufrí un enorme complejo de inferioridad respecto a William T. Vollmann. Porque sus primeros libros y los míos salieron al mismo tiempo. Y una vez hasta leí un texto de Madison Smartt Bell donde me utilizaba a mí, y mi “escasa” producción, y la inferioridad de la misma, para enfatizar, ya sabes, lo genial que es Vollmann. Y a mí me dio por ir en plan: ´Oh no, Vollmann ha publicado otro libro, ahora me supera en cuatro´. Iba en ese plan y creo que lo sentí más de una vez como mi competencia directa”.

Y luego, en 1990, en una carta a Jonathan Franzen, Wallace se lamenta del siguiente modo: “Soy un joven patético y muy confundido, un autor fracasado de 28 años, que está tan celoso, tan enfermiza y abrasadoramente envidioso de William T. Vollmann (…), que considero el suicidio como una opción razonable -si bien en este momento no deseable- por lo que respecta a todo el condenado problema literario”.

David Foster Wallace supo de la existencia de Vollmann durante su época en Somerville, cuando leyó tres veces en galeradas la colección de cuentos Historias del arcoíris y a la cual consideró como un signo de “el mejor escritor joven en activo” [1]. De inmediato la escritura de Vollmann le hizo recordar a Pynchon, a Coover y a Gaddis, aunque advirtió que frente a otros escritores de su generación –­también influidos por los Mr. Difficult– él sí salía victorioso y muy por encima del reflejo de sus deudas, con “una narrativa que eludía sutilmente a los medios de comunicación que la saturaban mediante la creación de un nuevo tipo de arte”. Desde ese momento epifánico, Foster Wallace tuvo a Vollmann en su radar y empezó a escribir pensando en él como en su competencia directa y considerándolo su rival más inmediato.

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La primera vez que se conocieron, la persona de Vollmann sorprendió a Wallace y le pareció un tipo demasiado extraño para su esencia conservadora y fundamentalmente burguesa. Cuenta D. T. Max que ambos cenaron en un hotel de Nueva York junto a Brad Morrow y que luego de eso Foster Wallace opinó que “a Vollmann le falta más de un tornillo: pide carne de venado sangrante y pastel de chocolate acompañados de stout para cenar, y habla con ligereza de mamadas y de coños mientras se come”. En otra oportunidad, asistió a una lectura de Vollmann en el Dixon Place, un espacio para performances. En ese evento, Vollmann acompañó a su lectura con disparos de una pistola de las que se usan para dar salida a las carreras, y Wallace salió aterrorizado del local, pensando que Vollmann le disparaba a él para borrarlo del mapa literario estadounidense.

Aunque siempre fue intimidado por Vollmann, Wallace no dejó de admirarlo en el plano vital y creativo. Pero especialmente envidió del autor de Historias del arcoíris su obsesiva disciplina de trabajo para escribir un libro tras otro, los cuales –a pesar de su volumen, rapidez y continuidad– siempre poseían dimensiones enciclopédicas y brillaban ante la crítica por su alta factura narrativa. Se sabe, por ejemplo, que atascado con El rey pálido, Wallace miraba con celos las obras de sus contemporáneos: Franzen, Eggers y, en especial, de Vollmann, quien incluso ganó el National Book Award por su novela de más de 1000 páginas titulada Europa Central. “Alucino con su productividad”, le confesó a Franzen vía e-mail, “¿Cuántas horas diarias trabaja este tío? Yo no podría”.   

Si bien es cierto que David Foster Wallace era un escritor demasiado competitivo, juzgador y ególatra, eso jamás le impidió reconocer el talento de otros y estimar la obra de gente de su generación a quienes –en muy raras ocasiones– consideraba como superiores a él, pese a su natural genialidad. Uno de esos autores fue, sin duda, William T. Vollmann.

Escritor inclasificable y considerado por David Foster Wallace como una de las voces más singulares de su generación, en 2005 ganó el National Book Award con su novela “Europa Central”. Fuente: El Confidencial.

***

Si existe un hecho capital que ha pauteado no solo la vida, sino también la obra literaria de William T. Vollmann, este hecho es la muerte prematura de su hermana en un estanque de New Hampshire, cuando él tenía nueve años y ella, apenas seis. La niña se ahogó mientras estaba bajo su supervisión y Vollmann se sintió inmediatamente responsable de su muerte. Aunque nunca se lo dijeron de forma explícita, la actitud de sus padres hacia él le hizo comprender que ellos lo culpaban de la desgracia que había fulminado a su familia. Desde ese momento hasta hoy, William T. Vollmann no ha dejado de tener pesadillas –del esqueleto de su hermana persiguiéndole o castigándole–, las cuales aparecen noche a noche para recordarle su inocente culpabilidad. 

De hecho, esa culpa es un elemento de su carácter, pero también un rasgo distintivo de muchos de sus personajes, sobre todo de los que más le gusta escribir: de los perdedores, de los criminales, de los asesinos, de las prostitutas, de los pornógrafos y de todos los habitantes del bajo mundo a los que considera como “sus hermanos”. Junto a ellos, cree, puede sentirse “como en familia” y “compartir el dolor” de haber perdido algo importante en la vida. La culpa es, pues, el leitmotiv de toda su literatura.

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Dueño de una prolificidad textual insólita, William Vollmann escribe contra y sobre la culpabilidad de una manera abrumadora: más de dieciséis horas al día, a veces dieciocho, en las cuales casi no se interrumpe ni para comer o ir al baño. Solo esa rutina puede explicar la cantidad intimidante de libros que ha publicado y los cuales no solo asombran por su extenso volumen, sino también por su calidad narrativa. Con casi 40 títulos publicados desde principios de los 80, podría decirse que Vollmann ha entregado un libro por año durante poco más de cuatro décadas, explorando no solo la novela y el conjunto de cuentos, sino también el ensayo, la poesía, el tractatus, el manual, el libro de fotografía, la memoria, la escritura electrónica y el relato periodístico.

Pero es con la novela, el cuento y el periodismo en donde Vollmann parece haber encontrado su centro narrativo. Incluso la exploración a estos géneros le ha hecho ganar premios importantes como el National Book Award, el Whiting Award o el PEN Center USA West Award for Fiction. Y como si ello no bastara, Vollmann continúa trabajando en “Seven Dreams: A Book of North American Landscapes”, un ambicioso proyecto narrativo que está formado por múltiples novelas para recrear la historia de los Estados Unidos. El proyecto empezó en 1990 con la idea de publicar en siete volúmenes la historia ficcionalizada de los conflictos entre colonos europeos y los pueblos indígenas durante la colonización de América del Norte. Cada volumen representa un momento histórico específico y se unifica con los otros por la presencia de un inefable narrador que se hace llamar en todo momento “William, The Blind”.

A saber, Vollmann ha publicado cinco libros del conjunto completo: The Ice-Shirt (sobre la llegada de los vikingos a América en los siglos IX y X), Fathers and Crowns (sobre los esfuerzos de los misioneros jesuitas en Canadá en los siglos XVI y XVIII), Argal (sobre el asentamiento de Jamestown en el siglo XVII), The Dying Grass (sobre la destrucción de las tribus indias en los siglos XVIII y XIX)  y The Rifles (sobre el intento de Sir John Franklin para encontrar el Paso del Noroeste hacia el Pacífico en el siglo XIX y XX). Cada tomo, por supuesto, superando siempre las 600 páginas y ensamblándose muy al estilo Vollmann: a partir de digresiones, monólogos y desviaciones cronológicas.

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Toda esa grafomanía, naturalmente, le ha pasado factura al autor de Europa Central. Ha sido diagnosticado con el Síndrome del Túnel Carpiano en ambas manos, pero pese a ello no ha dejado de escribir. Por lo general trabaja directamente en la computadora, pero cuando las manos le empiezan a doler, utiliza lápiz y papel. La intensidad del dolor es tanta que prevé que en unos años tendrá que dictar y pagar a alguien para que transcriba todos sus borradores a la PC.

Como adolescente atormentado por la culpa y con sus padres mucho más lejanos por la muerte de su hermana, Vollmann trató de llamar la atención a través de fechorías juveniles. Es de esa época que data su famosa foto de adolescente en donde sale con un arma apuntándose en la sien y la cual, años más tarde, sería utilizada como portada o contraportada de varios de sus libros. Defensor absoluto de la posesión de armas, Vollmann ha confesado tener en casa una colección de nueve milímetros entre las que destacan una Sig-Sauer P-226, una Browning BDA 380 y una Springfield XD. No es extraño, entonces, toparse con esas enormes pausas digresivas de sus libros en donde, muy feliz, es capaz de despacharse en cuatro o cinco páginas –¡a veces en diez!– sobre la tradición y el origen de un arma.  

Es por todo eso que luego de ganar el National Book Award en 2005, no se inhibió en declarar lo siguiente: “Creo que la segunda enmienda es realmente maravillosa. Estoy a favor de la posesión de armas. Además, soy prosuicidio, proeutanasia, proaborto, propena capital, promuerte todo el camino”. Ese extraño y contundente sentido de la libertad hizo que a los veintidós años viajara a Afganistán con la esperanza de ayudar a los rebeldes muyahidines en su lucha contra el ejército soviético. Sus esfuerzos poco exitosos y muy tragicómicos se relatan en su inefable libro de memorias An Afganistán Picture Show (1992).

A su retorno de Afganistán, Vollmann trabajó como empadronador a domicilio y luego como programador informático en Silicon Valley sin saber nada de programación. Durante esa etapa comenzó a relacionarse con prostitutas y a vivir a base de barritas de chocolate. Como su trabajo duraba hasta la medianoche, hizo de su oficina su casa y se quedaba a dormir debajo de su mesa, con una papelera delante de la cabeza para que los conserjes no lo descubrieran y lo acusaran de okupa. Bajo aquel ritmo de vida, inició la escritura de You Bright and Risen Angels, almacenando cada uno de sus borradores en cintas magnéticas que hurtaba de su empresa.

William T. Vollmann junto a Joan Didion y Annie Proulx, tras recoger los trofeos del National Book Awards 2005. Fuente: The Objetive .

Tras el éxito de sus primeros libros de ficción, Vollmann renunció a sus empleos y empezó a publicar textos de periodismo en donde el trabajo de reportero lo hacía sentirse vivo al poner su vida al límite de sus propias posibilidades. Solo así se entienden hoy libros como Into The Forbidden Zone, un viaje a través del infierno y de zona nuclear de Japón tras uno de los terremotos más brutales de su historia; o Imperial, en donde se vio obligado a infiltrarse como trabajador ilegal en una factoría mexicana del condado Imperial, una tierra que, según Vollmann, “es lo más parecido que he visto al Tercer Reich”. En esa misma línea periodística ha publicado libros sobre la prostitución infantil, sobre el Telón de Acero, sobre trenes de carga, sobre el consumo de crack o sobre el bolcheviquismo.

Pero quizá su título más controversial es The book of Dolores, un documental de fotografías, pinturas y pequeños ensayos que explora una parte de la “feminidad” desde el travestismo. Suele decirse que los escritores son unos indomables travestis que van cambiando de ropas y de personalidades mientras escriben. Pero más allá del hecho retórico, Vollmann sí ha llevado aquel concepto a la práctica y a la representación pública. Es decir, por una temporada “abdicó” de su masculinidad y se convirtió en “Dolores” para, según él, “colocarse en una órbita psíquica más cercana a las mujeres”.

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“Dolores”, abreviatura de “La Virgen María de los Dolores” o “Virgen María de los Dolores”, es una prostituta callejera mexicana a la que le gustan las mujeres. Vieja, pobre, desbaratada, llena de marcas de acné, “Dolores” es un personaje de ficción que se ha colado en la realidad. Durante toda una temporada, Vollmann ha sido literalmente “Dolores” y ha caminado por las calles del Tenderloin ofreciéndose como presa de sociópatas, puteros, policías y homofóbicos radicales, para saber qué se siente ser una prostituta solitaria en el bajo mundo norteamericano. Muchas de las fotografías que sacó de esa experiencia están publicadas en The book of Dolores, donde puede verse al gigante Vollmann con peluca de mujer, con los labios, las cejas y los pómulos pintados, con las pestañas postizas y con los vestidos de encaje de la entrañable “Dolores”. Al respecto, Vollmann ha confesado: “Hasta que comencé a hacer el travestismo, no tenía idea de lo que era salir a la noche y tener miedo. Eso es por lo que tiene que pasar una gran parte de la raza humana, y realmente lo entiendo ahora”.

William T. Vollmann detesta la televisión. No tiene Internet. Tampoco usa un teléfono inteligente. Odia el correo electrónico. Pero a pesar de su negativa al universo digital, a Vollmann no le interesa el activismo ni el fanatismo ludita. Le basta pintar acuarelas de prostitutas, convivir con ellas, ser su amigo y su amor de tarde para así sentirse tranquilo y feliz. En una entrevista para The Paris Review confesó que las entiende mejor [a las prostituas] que a una mujer convencional que no ejerce ese oficio.

Tal vez por esa razón ha dedicado gran parte de su vida a escribir sobre ellas y ha convertido al universo prostibulario en el segundo eje que hace girar la rueda de su literatura. Así, culpa y prostitución pautean el centro de sus ficciones, pero también el nervio de su vida. No hay que pensarlo dos veces para afirmar entonces que parte de la obra de Vollmann puede adscribirse a esa extensa tradición de novelas que explora la prostitución, y que ha dado libros deslumbrantes como La Casa Verde, El lugar sin límites, Nana, Las malas, Juntacadáveres, La casa del sano placer, Pantaleón y las visitadoras, y un largo etcétera. 

Pero con un paso adelante, William T. Vollmann se impone a sus predecesores con una novela multitotal, documentaria y ensayística sobre el mundo de la prostitución, en la cual se hace presente la “Reina de las Putas” y todos los tejemanejes del comercio sexual. Una mirada panorámica con más de 1000 páginas que rastrea a los seres de la noche y a esos espíritus perdidos que huyen por las rampas del Tenderloin con sus minifaldas, sus carteras, sus tacones y con el peso de una historia que solo alguien como Vollmann podía contar. Esa novela –imponente, extraordinaria– es La familia real.

La familia real es un ambicioso proyecto narrativo que mapea el universo de la prostitución del bajo fondo norteamericano. Más de 1000 páginas de lirismo sostenido que muestra las mejores virtudes de William T. Vollmann. Fuente: Editorial Pálido Fuego.

***

Debemos la única e inmejorable traducción al español de La familia real a los osados esfuerzos de la muy independiente y siempre incombustible editorial española Pálido Fuego, la cual también ha publicado, entre otras cosas, Historias del arcoíris en traducción y cuidado de José Luis Amores.

Al igual que muchos de los libros de Vollmann, La familia real sostiene una propuesta de índole documental, panorámica e hiperrealista, en donde no solo trascienden los destinos humanos, sino también las superestructuras sociales y los estamentos metafísicos que atraviesan nuestra historia moderna.

Novela de proporciones épicas que entreteje con bastante pericia tópicos aparentemente inconexos y disímiles entre sí: la violencia, la comicidad, la furia filosófica, la tragedia, la teología occidental, el malestar contemporáneo, el amor, la legislatura estadounidense y toda la mitología de la prostitución callejera. Para el crítico literario Fran G. Matute, La familia real, por su ambición totalizante, bien podría considerarse como “la novela definitiva de los bajos fondos del San Francisco de finales del siglo XX”. No se equivoca.

El germen de La familia real nace a principios de los 80, cuando William T. Vollmann vivía en San Francisco y frecuentaba a las prostitutas del Tenderloin para reunir material que le sirviera en la composición de su primera colección de cuentos: Historias del arcoíris. El exceso de información y de historias, más las relaciones emocionales que entabló con varias de las chicas, hizo que Vollmann considerara escribir entonces algo que abarcara todo ese conglomerado del bajo fondo que, según él, “también ha edificado parte de la historia de los EE.UU”.

La familia real traza su argumento a partir de la historia de Henry Tyler, un detective de poca monta a quien se le encarga la extraordinaria misión de buscar a la “Reina de las Putas” por los entresijos del Tenderloin, capturarla y llevarla como trofeo de guerra a un inefable club llamado Circo Femenino. A este punto de partida se le suma la tragedia personal de Tyler: el romance con la esposa de su hermano y el repentino suicidio de ella. Mientras Tyler lidia con la culpa de esa muerte, su cacería a la “Reina de las Putas” lo sumergirá en el inframundo y le dará la oportunidad de convertirse en un súbdito más de esa extraña soberana que gobierna a meretrices, proxenetas, yonquis, pederastas, empresarios sin escrúpulos, policías corruptos, asesinos y toda una variopinta fauna de seres que pueblan el lado B de la ciudad. ¿Encontrará Tyler a la “Reina de las Putas”? ¿Se convertirá en un tributario más de ese reino escondido? ¿Podrá reconciliarse con su hermano tras la muerte de su cuñada? ¿Hallará Tyler su centro y su punto de referencia? ¿Será finalmente el Caín o el Abel en la historia con su hermano? Dar con las respuestas a estas preguntas es el señuelo que Vollmann usa para hacernos llegar hasta la última de sus más de 1000 páginas. 

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Pero no solo eso. Otra de las estrategias narrativas es la consciente inserción de phatos exacerbados que impresiona a sus lectores como pidiendo (y dando) prueba de alguna esfera más allá del alcance de los sentidos. Solo así personajes tan horripilantes como el pederasta Dan Smooth, el abusivo proxeneta Justin o la volcánica prostituta Dominó, llegan a interesarnos, no tanto por su exterioridad o presente inmediato, sino por su trasfondo psíquico, sus contradicciones, ambivalencias y su sentido moral forjado por un pasado muchas veces doloroso. De ahí que, con muchos de sus personajes, Vollmann realice yuxtaposiciones rápidas hacia su pasado y su presente –a veces hacia su futuro– para lograr un efecto compacto, emocional e impresionante que, como diría Joseph Roth, permita develar lo diminuto de sus partes más que la monumentalidad de su conjunto.

Esta exploración hacia la persona interior es para Vollmann un abismo drapeado de sensaciones cognitivas, imaginativas y, sobre todo, lingüísticas. En ese sentido, los momentos de alto lirismo en La familia real no solo son un asunto de retórica o de conciencia de la palabra: son la esencia misma de personajes y una de las grandes originalidades de Vollmann (que lo aprendió de James Joyce y de William Faulkner) en la representación del carácter, el pensamiento y la psicología de sus personajes, es decir: ethos, logos y pathos, la triple base de la retórica, la psicología y la cosmología.

En La familia real entonces el lenguaje es visto como algo que tiene su propia personalidad, su propia existencia vital y autogeneradora, y no como una simple aglomeración lingüística. Por esa razón cuando la novela se suspende por tramos, dejando atrás las frases cortas o meramente narrativas por oraciones subordinadas, larguísimas e introspectivas, no es por un lucimiento verbal, todo lo contrario, es la palabra al servicio de la construcción moral de los personajes y de la propuesta literaria del autor.

Consciente de los prejuicios del lector frente a una novela de más de 1000 páginas, Vollmann emplea durante toda la primera parte del libro el género detectivesco, táctica que le ayuda a seducir al lector y a mantenerlo en vilo mientras, poco a poco, el relato empieza a convertirse en un ejercicio intimista que, finalmente, desemboca en una suerte de alegoría bíblica enfocada en el Antiguo Testamento. De esa manera podría decirse que el estilo narrativo de La familia real durante su primer bloque está pauteado por la urgencia, por una necesidad de pactar con el lector de que no está frente a un tour de force, sino más bien frente a un festín Pulp que privilegia la acción sobre la introspección, la historia sobre la técnica, el dato informativo sobre el lenguaje, etc. Pero este “pacto” es un simple escamoteo, una trampa, pues una vez que Vollmann sabe que nos tiene en su poder, su estilo cambia y entonces entramos a la bueno, o mejor dicho, a lo más alto de sus posibilidades narrativas.

¿Son los protagonistas de La familia real trasuntos de algunos personajes del Antiguo Testamento? Al parecer sí. En principio todos llevan la famosa “Marca de Caín” y cada uno, a su manera, desafía a Dios y a los “escogidos”. Los hermanos Henry y John Tyler juegan a ser tanto Abel como Caín, buscando en cada momento la oportunidad de destruir o ser destruido por el otro. Incluso John, al final de uno de los capítulos más alegóricos del libro, se pregunta emulando al primer homicida del mundo: “¿Acaso soy guarda de mi hermano?”. Aunque la conexión Caín/Abel sea explícita, también puede rastrearse otra alegoría bíblica más con los hermanos Tyler: la tragedia entre Jacob y Esaú, en donde se menciona que “el mayor servirá al menor” después de una traición. ¿John sirve a Henry? En apariencia no, pero su quiebre espiritual e, incluso, moral, parte de una subyugación hacia la presencia de Henry, quien ha trastocado su vida al acostarse con su esposa y ha redefinido su futuro luego del suicidio de ella. Como Esaú, John es traicionado por su hermano menor y es arrebatado de toda primogenitura.

Todo este manejo de los datos bíblicos confiere a la novela un carácter de parábola burlesca, o incluso, de antiparábola, lo cual enriquece el libro y abre planos subtextuales que determinan el proyecto simbólico del autor, a quien no por nada se lo relaciona con Dante, Dostoievsky, Steinbeck, Faulkner y el Conde de Lautréamont.

William T. Vollmann en San Francisco durante su investigación para el libro Historias del arcoíris. Fuente: The Guardian.

La familia real, como obra, es visiblemente excesiva, y mantenerse a su paso, en una lectura cuidadosa, es placentero pero agotador. El libro es un surtidor de inventiva que en determinado momento borra las fronteras de lo improbable y de lo imposible para hacerlas factibles con el único objetivo de perturbar y dar nuevas significaciones a lo aparentemente real.

Solo bajo esa propuesta el lector puede asimilar personajes tan extraordinarios como el pederasta Dan Smooth o el empresario Jonas Brady, un mafioso que desea construir una utopía comercial en Las Vegas con el estrambótico nombre de “Circo Femenino”, proyecto de divertimento sexual bajo la operatividad de una realidad alterna, con espectáculos lujuriosos electrónicos; es decir, masturbación con unos pocos fotones encima. Pero es quizá “La Reina de las Putas” el personaje más interesante e indescifrable de toda la novela, el cual resplandece por su gran incógnita y por los escamoteos informativos que Vollmann utiliza para su configuración.

Apodada con otros nombres como “La Gran Araña”, “La Emperatriz de las Tinieblas”, “La Gran Zorra” o “La Puta de Babilonia”, la “Reina de las Putas” es el punto solar del resto de vidas que moviliza el Tenderloin. Proyectada como un ser omnipresente que conoce y ve a todos, y que está en todos los lugares a la vez, es ella la que organiza, jerarquiza y pone en orden el negocio de la prostitución, cobijando a sus hijas e hijos (siempre marcados por Caín) en un seno familiar que es La Familia Real. 

Shorty, una de sus hijas, la describe así: “En realidad no la conozco. Pero las otras chicas dicen que vive bajo tierra, como en las alcantarillas o bajo el metro o algo, siempre trasladándose, pero siempre en la oscuridad como un bicho que gobernase la colonia de bichos. Yo jamás la he buscado. Dicen que si te quiere a su lado te encuentra, pero si vas metiendo la nariz en sus asuntos te jode viva. Me refiero a joderte viva en plan serio”.

¿Henry Tyler encontrará a la “Reina de las Putas”? Parece dudoso, pues la Reina en la novela es lo más parecido a una presencia bíblica, como un profeta o un espíritu o, tal vez, como Dios Todopoderoso, a quien es imposible llegar. Nos advierte el narrador que al igual que en los pueblos pesqueros italianos las estatuas de la Santa Virgen están rodeadas de conchas de almejas en su homenaje, en el Tenderloin se ven toscos dibujos de la Reina enmarcados por fragmentos de cristales rotos. Y eso porque la Reina no solo ha sabido ser la Reina, sino también ha sabido ser Dios.

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Resulta paradójico que la gran tragedia de Vollmann como artista sea al mismo tiempo su máxima virtud: la grafomanía. Ese exceso de escritura o de descontrol verbal se vuelve patente en diversos parajes del libro, en donde la acumulación de datos incensarios, la ruma de alegatos contra la corrección política o el afán totalizante perjudican el ritmo de la historia. La belleza estilística de Vollmann no es suficiente para pasar por alto esos bajones o hiatos narrativos. De ahí que el lector sienta que al libro le sobren demasiadas páginas y que su sobreabundancia, su exceso, sea un sinsentido o un mero capricho del autor. Se conoce que Vollmann no negocia ni transige con sus editores respecto a la supresión de páginas. Y es precisamente esa falta de intervención editorial la que le quita esfericidad a muchos de sus libros que, si bien gozan de una alta factura narrativa, no alcanzan la perfección y redondez que se espera de una obra maestra.

Esto último, sin embargo, no hace de Vollmann un escritor menor. Hay que entender que la exuberancia, casi apocalíptica en su fervor, es tan marca de Vollmann como de Cervantes, Rabelais, Joyce o el primer Blake. Y por eso mismo Vollmann no es un escritor para lectores ni un escritor para escritores. Vollmann solo es un escritor para William T. Vollmann. Y así está bien.

Consciente de que las prostitutas han marcado gran parte de su obra y que, sin quererlo, han hecho posible la creación de La familia real, Vollmann confesó en una entrevista que sería “divertido” dar el premio de 1 millón de dólares a “algunas prostitutas del Tenderloin” si alguna vez le daban el honor de recibir el Nobel de Literatura. Visto así, parece una chanza, pero no hay que olvidar que con William T. Vollmann todo, pero absolutamente todo, es posible. Y eso basta para hacerlo un grande entre nosotros.

…

[1] D. T. Max. Biografía. Todas las historias de amor son historias de fantasmas.

* J. J. Maldonado es autor de la novela El amor es un perro que ruge desde los abismos (Emecé, 2021). Vive en Barcelona.

*Versión editada de este ensayo apareció en la columna Última Impresión de CARETAS 2668.

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