Octubre es quizá el mes más sólido en el imaginario peruano. No importa si las circunstancias son favorables o no, durante esos días se potencian la fe y la esperanza en El Señor de los Milagros, en lo que ya es una dependencia visceral y emocional que sobrepasa cualquier entendimiento. Porque de eso se trata: aferrarse a la posibilidad imposible del suceso que cambie la realidad de manera inmediata (o a mediado plazo), tanto del creyente como del que no lo es. La radiación del Señor de los Milagros no conoce fronteras, lo ha absorbido todo desde 1867 hasta patentar hoy su marca de fuego.
Se entiende, entonces, que esta presencia divina y popular, tan poderosa y atractiva, haya ejercido “algo” más que una contribución temática a las manifestaciones artísticas y culturales peruanas. De las figuras religiosas del Perú, la del Señor de los Milagros es la que establece un mayor contacto con los ciudadanos a cuenta de su carácter “caminante”, con el que ha edificado su tradición centímetro a centímetro en las emblemáticas calles del Centro de Lima, imponiendo con los años el espectáculo de la multitud, que paciente y fervorosa, acompaña a la efigie en cada una de sus salidas durante el mes de octubre
Este carácter “caminante” no ha pasado desapercibido para los escritores y artistas peruanos, mucho menos su espíritu aglomerativo, que ha enriquecido algunas páginas de Tradiciones Peruanas, monumental obra maestra de Ricardo Palma, al que ya se le debería considerar el mayor escritor latinoamericano del siglo XIX. En la literatura es donde más se ha intentado explorar la dimensión antropológica, social e histórica del Señor de los Milagros. Si en Palma su representación estaba pautada por la descripción y la ironía, en la literatura de ficción peruana del siglo XX, su interés radicó en las venas de la sociedad. Mediante la ficción, el Señor de los Milagros ha encontrado la firma oficial de su identidad.

En octubre no hay milagros (1965) de Oswaldo Reynoso podría ser el primer acercamiento al adolescente/joven y culto (o curioso), con ganas de leer y pequeña biblioteca personal. Aunque la novela no va sobre El Señor de los Milagros, a lo mucho es un pequeño gran pretexto para contextualizar la trama, su desarrollo es bajo todo punto de vista una provocación contra la forzada santidad que aterriza en el imaginario nacional desde días antes del mes de los acontecimientos imposibles. Reynoso leyó la realidad mejor que muchos expertos sociales: si había que golpear y generar escándalo para reflejar la doble (y escondida) moral peruana, se tenía que exhibir todos los vicios (arribistas y sexuales) que son condenados por la doctrina católica.
Con matices distintos, cuatro muy buenas novelas en las que el Señor de los Milagros pauta una omnipresencia sin ser protagónica, sea esta anímica, temerosa, sensual y festiva: La Perricholi (1936) de Luis Alberto Sánchez, título que habría que rescatar en una edición masiva; La Perricholi. Reina de Lima (2019) de Alonso Cueto, Primera muerte de María (1988/2014) de Jorge Eduardo Eielson y Malambo (2001/2022) de Lucía Charún-Illescas. Las dos primeras son historias noveladas sobre la intensa y legendaria vida de Micaela Villegas, la tercera contiene referencias a la festividad religiosa pero a la orden de la inquietud del sexo y del erotismo, mientras que la de Charún-Illescas es un vitalísimo ejemplo de epifanía novelesca. Y en cuanto a la novela peruana reciente, también ha quedado registrada esta marca social y religiosa, como en la novela El solitario de Zepita de Daniel Gutiérrez Híjar.

Sin embargo, en las distancias cortas, en la dictadura de la relojería del cuento, es donde se ha abordado con mayor claridad el espectro del también llamado Cristo Moreno. Al respecto, cuatro cuentos que redondearán la expectativa: “Octubre” de Antonio Gálvez Ronceros, “Oro de Pachacámac” de Luis Enrique Tord, “Sahumerio” de Luis Fernando Vidal y “Terra Incognita” de Julio Ramón Ribeyro. Estilos y temáticas claramente diferenciados, pero con vigorosos lazos, sea este en el trazo de la escenografía y en la pincelada de la picardía (Tord, Gálvez Ronceros) o en el hechizo del detalle (Ribeyro).
La riqueza cultural de El Señor de los Milagros es inagotable gracias a la cantera del fervor popular que lo nutre. En realidad, todas las manifestaciones artísticas parten de ese fervor que es un disparador de imágenes, especulaciones, sabores, placeres y sonidos; y los escritores peruanos, mediante el talento y los recursos adquiridos en el oficio, no han sido ajenos a su abierta seducción.