Joven sensación. Joel Maldonado, conocido en el mundo literario como J. J. Maldonado, es un reconocido cuentista y celebrado novelista. “Mi cuento va sobre una anciana que espera la muerte y entra en una suerte de locura mediante unos gorriones que parecen llamarla o conjurarla. El lirismo sostenido en un texto de ficción es fundamental”.
Seudónimo: Frank Zappa
Había tenido que pasar un tiempo, un prolongado y doloroso tiempo, pero al fin los gorriones empezaron a bajar. Desde las últimas semanas, Nona los podía ver en su ceguera, sentirlos en el pavor de su vejez. La espera, de años, había sido gratamente compensada, devolviéndole cierta ausencia mística que creía haber perdido para siempre. Ahora las aves llegaban al jardín en ráfagas desordenadas, estremeciendo con su vuelo las ventanas de la casa. Zumbidos y cantos extraños, un piar que caía de los eucaliptos como una liviana cascada de música. Aquella nada parecía hacerla muy feliz: la vida moviéndose allá afuera, los sonidos escapando de la muerte. Habían llegado los gorriones, lentamente, pero en el momento exacto.
Nona los esperaba desde hace muchos años, tratando de seducirlos con diversos engaños. A veces podía ser con un poco de comida; otras, con un cadáver de animal. Sin embargo, las aves no se fijaban en la casa. Solo de vez en cuando, algún pájaro solitario aterrizaba en el alfeizar de la ventana principal y desde allí, avanzando a saltos, vigilaba el terreno, sondeaba sin mucha inteligencia. Luego, convencido de que aún no había llegado la hora, huía rumbo al descampado. Entonces Nona, en todo su hundimiento, maldecía y volvía a esperar.
Si mal no recordaba, aquella horrible expectativa comenzó con la primera de las muertes: su hijo. Luego, se acrecentó con la segunda: su marido. Finalmente se volvió terrible con la tercera: su nieta. Aunque le habría gustado ver a los gorriones en esas temporadas de dolor, estos nunca aparecieron. Se hacían aguardar y, tal vez, en ese engreimiento radicaba lo aciago de su encanto.
Mientras esperaba la llegada de las aves, Nona comenzó a reducirse junto a sus desvelos. Después, quedó ciega por culpa de unas cataratas que devoraron las pupilas de sus ojos. Arrugas delgadas y grises se extendieron de pronto por su piel en torno a la boca y la frente. La cadera, aquel malvado hueso, terminó por estropearse. Asqueada, Nona cuestionó a Dios –sin miedo– si no era preferible morirse de una vez y que le echaran tierra encima. Ya no le quedaba nada en esta vida: ni hijo, ni nieta, ni la primitiva complicidad de su marido. Estaba completamente sola y ahora, como último milagro, solo quería una cosa: sentir a los gorriones con su suave piar, con su engañosa tristeza.
Y entonces ese milagro se cumplió. Los pájaros por fin habían llegado. Se hallaban afuera, llamándola desde hace algunos días. Nona al principio tuvo miedo, pero luego, cuando confirmó que no era ningún engaño, decidió salir a recibirlos llena de felicidad. “Han venido”, se dijo, “Han venido por mí”.
No le importó estar ciega ni coja, así que avanzó remando en el aire con aquellas manos inservibles y arrastró sus pies mal controlados, atenta al dolor de la cadera. Con un poco de esfuerzo, se enfrentó al exterior en busca de sus pájaros. Allá afuera, el cielo ardía brillante: llamas azul azabache asfixiando el firmamento. Un sol cubriendo toda la llanura.
Nona no vio nada de esto, solo sintió. Al frente, los gorriones en pleno movimiento. Unas cosas invencibles y furiosas, alimañas muy hábiles y llenas de vida que se materializaban en la oscuridad de sus pupilas. Gorriones, pensó, Gorriones. Los veía sin verlos. Los sentía sin tocarlos. Sí, allí estaban sus pájaros, sus líricos pájaros de mierda en una bandada numerosa y apiñada, la cual, en su conjunto, le pareció la misma noche. Sin pensarlo, Nona se abalanzó hacia ellos, casi volando, casi con alas de ángel. Entonces cerró los ojos y en su ceguera apareció una nueva oscuridad, la oscuridad de los gorriones sagrados de la muerte, una mancha animal que invocaba el ocaso, que arrastraba el cadáver de un feto parecido a ella, a la propia Nona. Esa nueva oscuridad no solo se limitaba a existir, sino también consumía los restos de vitalidad y de cordura que los gorriones habían construido en ella, con mucha paciencia, con mucha inteligencia, para no perderse en el aturdimiento provocado por el tiempo y la demencia.
Fue allí, en ese instante, cuando Nona sintió que un tono de lúgubre horror se filtraba en su memoria, haciéndole vislumbrar parte de su vida a ráfagas mientras algo negro, parecido a un pájaro, se le iba acercando, despacio, para reclamarla. Al tomar consciencia de que al fin había llegado su momento, el tiempo se le hizo dolorosamente lento. Miles de gorriones empezaron a chillar, elevándola y desvelando de su cabeza eternidades insospechadas entre una época y la siguiente, o más bien, dejándola atrapada en el espacio entre tiempo y tiempo. Nona cedió, reconociendo en los gorriones rostros familiares, de toda una vida, mezclándose en la bruma que salía de su propio corazón. Se vio a ella misma, de niña, perseguida siempre por el vibrante susurro de los cascabeles de su vestido, en la casa grande de Yantén, mientras seguía con los ojos el recorrido de cometas dibujando arabescos en el cielo, en esa región del olvido donde los pájaros flotaban, llamándola a voces: “Nona, es hora de irnos”. “Nona, al fin hemos venido por ti”. Y entonces decidió irse con ellos, dejarse llevar como las hojas elevadas por el vuelo de las aves, de esos gorriones que acababan de ingresar a un nuevo universo, a una realidad sin tiempo ni espacio, sin principio ni fin, a un mundo dentro del mundo, llevándola, llevándola muy lejos para dejarla caer en otra misteriosa oscuridad, suave como la noche, y donde lo único que podía hacer entonces era mirar la velocidad con que los pájaros se desplazaban ahora por el cielo, al lado de ella, en violento tropel, buscando otra presa que aguardaba, impaciente, exaltada, llena de silente angustia, la llegada de los gorriones de la muerte. Y eso, como su último acto en esta Tierra, estuvo bien.