Óscar Araujo es un conocido autor y ha participado varias veces en el concurso de CARETAS. “Quedé finalista en 1993, un año antes de la muerte de Julio Ramón Ribeyro, a quien conocí”, dice el flamante ganador. “Mi personaje del cuento refleja la tensión entre la música y el alcohol”.
Seudónimo: Kokichi Mikimoto
Tienes que entregar la partitura de la sonata para piano que te encargó la Sinfónica Nacional pero, como siempre, dudas si podrás cumplir a tiempo; te la exigieron perfecta, redonda, acabada, como una perla, solo así podrás estrenarla la noche del concierto. Además va a ser cumpleaños de Isabel y necesitas el dinero.
Recorres el teclado con tus dedos ágiles, escuchas la melodía inédita que se desprende como si viniera de un piano distante, y oyes la voz del anciano profesor: “solo debes llenar tu corazón de música y tus dedos volarán como pájaros sobre el teclado”. La melodía se perfila, y el papel pentagramado se cuaja de signos que marcas con emoción febril.
Isabel te pidió una perla rosada, iridiscente, redonda. Suspendes un instante el viaje de tus dedos, escoges una perla de diez milímetros, de un rosa pálido que refleja la luz temblorosa de las velas, la tomas en tus dedos, la engastarás en un anillo de oro, ha sido elaborada a partir de un dolor, entre las valvas nacaradas de una ostra solitaria, adherida al roquerío en los arrecifes de un mar oriental, escuchas las mareas que la rodean y la azotan; tal vez de la sonata que compones fluyan notas marinas, el piano desgrana oleajes cadenciosos, como en La Mer de Claude Debussy.
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Tu padre fue compositor clásico y tu abuelo también lo fue, siguiendo un fatal destino familiar, y siempre se negaron a componer música comercial o popular para agenciarse el dinero que les faltaba a sus familias. Pero jamás escatimaron la bebida. Y componían contra el tiempo, acuciados por esa extraña urgencia de inmortalidad o trascendencia que obsesiona a los artistas, como si la eternidad llegara con la alborada. Pero nunca culminaban sus composiciones; y sus partituras se llenaban de corcheas y semifusas abortadas, siempre pesarosos, bebiendo en exceso para mitigar un sufrimiento muy antiguo cuya insondable razón tal vez ni ellos conocerían, a pesar de haber sido catalogados genios de la música clásica, genialidad que posiblemente fue su perdición.
Tu padre te advertía que no optaras por la música porque tendrías que traicionarla alguna vez, componiendo música vulgar para un deleite basto y ramplón. Pero desoíste los consejos porque llevabas la vocación en la sangre, y te matriculaste en el Conservatorio Nacional de Música a donde acudías en las tardes colmado de sueños.
Últimamente te resistes a la tendencia familiar de beber en exceso, inclinación que los acabó al final de sus vidas.
Cuando el abuelo murió de cáncer a la garganta, eras muy pequeño, solo recuerdas los llantos débiles que llegaban desde la habitación oscura a donde te prohibieron entrar, y los clamores de la abuela, “todo fue por culpa de la maldita bebida”. Pero cuando falleció tu padre de cirrosis descompensada, ya habías comenzado la carrera de músico clásico y te enamoraste de una estudiante que conociste el día de la matrícula; tu madre, ajena a tus decisiones, te advirtió, “jamás te dediques a la música aunque sea la enfermedad de los hombres en esta familia, porque la música te llevará al alcohol, que es la otra enfermedad de estos hombres, y acabarás como tu padre y como tu abuelo”. Y callaste. Estudiabas en secreto, sacabas tus libros sin que ella lo advirtiera y te quedabas en el Conservatorio hasta tarde practicando en el piano de la escuela para que en casa tu madre no te oyera tocar. Querías ahorrarle el desengaño.
Ganaste una beca al Japón para ser concertista internacional y allí, una tarde, caminando por la ensenada de Shinmei en la bahía Ago, descubriste a unos hombres que extraían ostras de los roquedales en los acantilados. Quedaste fascinado. Te acercaste, indagaste, ellos te mostraron los moluscos chorreando algas y agua salada, sonrientes como niños exhibiendo juguetes nuevos. Abrieron la ostra y apareció la perla regia bajo la luz del crepúsculo. Te sentaste en las rocas y ellos te contaron la historia de la Perla Peregrina: una perla de dimensiones inéditas, catalogada como la más valiosa y legendaria gema de la historia europea; descubierta en aguas del Archipiélago de las Perlas en Panamá en el siglo XVI, pasó a poder del rey Felipe II de España, integrando parte del Tesoro Real Español.
Aprendiste la labor de artesano joyero, experto en perlas, tarea para la cual parecías especialmente dotado, y gracias al negocio perlero del que te enorgulleces, pudiste continuar con la tradición familiar de componer música culta, sin sucumbir a la vulgar melopea. Tu ideal era Igor Levit, el mejorpianista del momento, ganador del Premio “Gramophone”.
Cultivar perlas en ostras marinas es una labor artística; verlas nacer, gestarse al interior de un organismo vivo que las elabora a partir de un sufrimiento, como tú construyes tu música, en noches de desvelo y angustia, y recuerdos dolorosos.
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Vuelves al teclado. Depositas la perla dentro del estuche de terciopelo azul, lo dejas sobre el piano, a Isabel le va a gustar. La sonata para piano ocupa 45 hojas pentagramadas y durará un tiempo de 45 minutos; perfecto, solo falta el tercer y último movimiento, el “allegro”. Así debe sentir la ostra cuando algo lacerante ingresa y se deposita entre las valvas, y ella tiene que fabricar su nácar, oleadas de concheperla que van recubriendo al extraño y diminuto objeto que en el fondo son los recuerdos, de tu padre, de tu abuelo, tu lucha nocturna contra el alcohol, contra la inveterada tentación de dirigirte al bar de la casa y servirte un trago fuerte y cálido, y tu madre hablándote con ojos implorantes; algo invisible, hiriente y que tú recubres con capas melódicas. Recorres las escalas, las hojas pentagramadas llegan a la número 45, se cumple el tiempo de la sonata, “La Perla Peregrina” (¡hermoso nombre brotado de tu numen!). Y eres la ostra que acaba de elaborar la perla más radiante de todas, y tu amargura tiene ya un destino claro, resplandeciente y perfecto, cuando aquel hombre se aproxima y te extrae de la marea cadenciosa.