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Claroscuro de Abril: una crónica montevideana del talentoso poeta peruano

Por: Renato Sandoval Bacigalupo | Crónica a 30 años de la muerte de Xavier Abril.

miércoles 22 de julio del 2020
en Cultura
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Claroscuro de Abril: una crónica montevideana del talentoso poeta peruano

El poeta Xavier Abril murió el 1 de enero de 1990, solo una semana después de este encuentro, que tal vez fue el último por el que tuvo noticias del Perú. (Foto: ARCHIVO CARETAS)

Montevideo, víspera a Navidad, 1989. La Amorín, no obstante encontrarse en el mismo centro y de cortar en dos a la principalísima 18 de Julio, es una calle relativamente apacible de la ciudad de Montevideo. Solo el paso espaciado de algunos ómnibus y de automóviles con rumbo incierto, rompe el relativo silencio que reina en esta zona. Allí, en el quinto y último piso de un edificio de los años 30, con ventanas levadizas y balcones salientes, vive, en un rigoroso exilio que dura ya varias décadas, uno de los poetas vivos más importantes del Perú: Xavier Abril.

***

La cita la concertamos por teléfono. Respondió el mismo Abril, quien al saber que venía especialmente de nuestro país para conocerlo y transmitirle saludos de amigos poetas (Belli, Sologuren, Cisneros…), se apresuró, con voz entrecortada que difícilmente ocultaba su emoción, a invitarme a su casa para el día siguiente, no sin antes preguntar si yo era pariente del poeta Francisco de Xandóval, de quien había sido íntimo amigo en los tiempos en que se reunía con Vallejo y la bohemia trujillana. Como no podía  confirmarle con certeza esa hipotética filiación, Abril empezó a contar con lujo de detalles su amistad con tal poeta, perteneciente al Grupo Norte. En eso estaba, cuando de pronto la línea se cortó, quedándome sin saber si era realmente el pariente de aquel Xandóval con equis, cuyo recuerdo el tiempo se habría encargado inmisericordemente de borrar. Pero no importaba, pues la conclusión de la historia conocería al día siguiente cuando acudiera a la casa de Amorín, al encuentro de un auténtico poeta.

EL BASTIÓN DEL POETA

A la mañana siguiente. No tenía idea sobre la apariencia actual de Abril, que el pasado 2 de noviembre completara los 83 años. Había visto fotos de él de los años sesenta, en las que aparecía fuerte y vigoroso, esgrimiendo una sonrisa afable que rezumaba profunda sensibilidad y penetrante inteligencia. Con esta imagen en mi mente, salí del hotel con la convicción de que no había mejor día que ese para conocer a alguien especial: el cielo -despejado, terso como en una caricia, esplendoroso- sostenía exultante a un sol rotundo que regaba con su luz transfiguradora esta arborizada y oriental ciudad. Los transeúntes iban y venían por doquier, y hasta los más indiferentes o absortos en sus cavilaciones surgían como si de pronto comprendiesen que había algo más grande e importante que sus propias vidas y que ahora se hacía patente, invadiendo todo lugar.

Es el mismo Abril quien amable me recibe a pie del elevador. Se trata sin duda de la misma sonrisa gentil y aguda de las aquellas vetustas fotografías, pero que ahora revelaba además al hombre que de ninguna manera claudicaba ante el paso del tiempo y las impertinencias del deterioro y la enfermedad. Me introduce a su departamento, reducido pero acogedor, y en donde se pueden ver fotos inéditas de Eguren, Vallejo y Mariátegui, así como otras conocidas de Rimbaud y Mallarmé, por los que no solo ostenta su más rendida admiración traducida en los distintos escritos de Abril sobre ellos, sino también por el hecho -tal como él mismo lo reconoce- de haber asimilado creadoramente sus enseñanzas tanto en la poesía como en su contingente existencia.

Además, se aprecian algunos cuadros de su esposa, Sara Acosta, quien se apresura a agasajarme con un buen Tannat del país. Y, claro, innumerables libros desperdigados por doquier, algunos de ellos más a la mano y que él parece releer con asiduidad, como el ya clásico Elementos de lírica moderna de Hugo Friedrich; las obras completas de Mallarmé; toda la balzaquiana Comedia humana; originales de Éluard, Breton, Rigaut, Ribemont-Dessaignes; así como un desgajado ejemplar de su libro Vallejo, lleno de anotaciones al margen, lo que indica que Abril vuelve una y otra vez sobre a obra del mayor poeta peruano.

Me hace sentar a su lado, como no queriendo perderse una sola de mis palabras (¿?), y empieza a preguntarme con interés angustiado por amigos que hace tanto tiempo no ve. Se alegra, por ejemplo, al enterarse de que Enrique Peña Barrenechea había regresado al Perú para quedarse (no le dije que él había muerto poco tiempo después de su retorno), y de que incluso había salido por primera vez en la televisión, como invitado de Luis Alberto Sánchez. Quiere saber de la vida de Alberto Escobar -para él el mejor estudioso y crítico peruano-, y cuando le digo que alguna vez yo había sido su alumno en un seminario sobre Arguedas, su rostro se inflama de alegría y me felicita por la suerte que he tenido y que soy el primero en reconocer.

Las preguntas y respuestas de ese cariz se suceden una tras otra, y cuando ha pasado un tanto el vehemente impulso inicial, Abril cierra por un instante los ojos, como transportado a su tierra natal de la que siente mucha falta, luego los abre, húmedos, y tiende su mano para estrechar la mía. Es entonces cuando pregunta mi nombre de pila. Se lo digo. A partir de ese momento deja de llamarme por mi apellido y yo siento que al haberle puesto en contacto, aunque haya sido por un instante, con el pasado, he sido regalado con su prístina amistad.

UNA OBRA, UNA VIDA

Ahora es quien él empieza a hablar de su vida. Dice que hasta hace poco venía desempeñándose como agregado cultural del Perú en este país, cargo del que tuvo que jubilarse, tanto por años de servicio como por motivos de salud. Pertenece a una familia numerosa y por añadidura longeva, pues sus padres así como sus hermanos, a los que ha sobrevivido, sobrepasaron fácilmente los setenta y aun los ochenta años de edad. Por cierto, en este punto era inevitable hablar de su hermano Pablo abril de Vivero, diplomático de carrera e incondicional de Vallejo, lo que se puede constatar viendo la larga y urgida correspondencia que hubo entre ellos.

Le pregunto después cómo es que había llegado al Uruguay, imaginando que la respuesta sería una larga historia. Pero Xavier -ahora lo llamo así- me sorprende con su clásica parquedad y sencillez. Cuenta que llegó un poco por azar, pues eran los tiempos en que en Argentina se ganaba la vida básicamente escribiendo artículos y dando conferencias sobre Eguren y Vallejo. Un día lo invitan al Uruguay para hacer más o menos lo mismo, y una vez aquí surgen nuevas posibilidades de trabajo que poco a poco lo llevan a hacerse de una imagen respetada en el ambiente cultural de esta nación, hasta que el Perú decide incorporarlo a su servicio diplomático.

Sin embargo, ahora que está libre de ese cargo (hasta hoy lo reemplaza estupendamente Bruno Podestá), no sabe si debería regresar al Perú, ya que este es un país que invariablemente no sabe valorar y cuidar a sus artistas. Mejor quedarse aquí todo el tiempo posible para revisar y terminar algunos libros que desde hace mucho tiene en cartera: dos de poemas, titulados La rosa escrita y Declaración en nuestros días (ahora publicados), una novela inédita, una serie de ensayos exegéticos sobre textos representativos de Eguren y Vallejo, entre otros.

UN ENCUENTRO CON EGUREN

Sobre estos últimos, me habla particularmente entusiasmado y afirma que son los poetas más geniales que, junto con Martín Adán, el Perú alguna vez haya podido alumbrar. Y a continuación lee para mí un ensayo que escribiera sobre el poema “Pedro de Acero” de Eguren, con un tono de voz que golpea firme y rotundamente en mis oídos como el martillo de Pedro de Acero, que pica en el negro socavón.

Es el momento para preguntarle sobre algún recuerdo personal de Eguren. Dice que sin duda era todo un poeta y que aún recuerda cómo lo conoció. Fue en el centro de Lima. Abril era aún muy joven y se lo encontró de pronto cara a cara. Se apresuró entonces a salirle al encuentro, preguntándole a quemarropa si por casualidad él era el poeta José María Eguren. Este, luego de turbarse visiblemente con ese estilete, le dijo que sí, invitándolo enseguida a que asistiera a las tertulias dominicales que ofrecía en su casa de Barranco, y a las que también acudían E.A. Westphalen, Martín Adán, Estuardo Núñez. “Eguren era extremadamente tímido y frágil -declara Xavier-; difícilmente habrá otro poeta como él.”

CON VALLEJO, MARIÁTEGUI Y OQUENDO

Empero, de Vallejo era más amigo, lo mismo que de Mariátegui. Del primero era realmente íntimo, acompañándolo prácticamente en todas las instancias más importantes de su vida, incluso en los arduos tiempos de su agonía y muerte en París. Sirvan como testimonio de su profunda amistad y reconocimiento de su obra los innumerables artículos y varios libros que le dedicara al autor de Trilce, escritos de carácter eminentemente hermenéutico y esclarecedor, si bien en rigor no se podría hablar de la práctica de una crítica sistemática y académica, lo que, de otro lado, no es por fuerza señal de un conocimiento cabal de una obra determinada.

Con respecto a José Carlos Mariátegui, Abril confiesa la influencia decisiva en su obra del pensamiento del Amauta, en la medida en que -lo mismo que le ocurriera a Arguedas- le dio las pautas necesarias para encarnarse, en tinta y en pluma, en el proceso sociocultural del Perú, sin perder de vista el rumbo del acontecer mundial.

Recordemos si no lo que ya decía al respecto en su Hollywood, de 1931: “Después de mis primeros ensayos y experimentos literarios (1923-1925), hice un viaje a Europa. Asistí al debate del surrealismo, pero a mi vuelta al Perú (1928) me ganó la revolución, el marxismo en la prédica de Mariátegui. Y mi vida y mi esperanza son el proletariado. No creo en otra clase para la continuación creadora del mundo. Mariátegui acaba de morir, pero mi vida está hoy como nunca ligada a su trabajo, a su orden social revolucionario.” Y continúa, convencido: “Mariátegui ha creado una conciencia, un nuevo nacimiento de América. Mi conocimiento y revelación del mundo político están vinculado a su agonía.”

Pero a quien lo tiene como hermano en cuerpo y alma, y cuya muy temprana pérdida aún sigue lamentando, es a Carlos Oquendo de Amat. “Él fue mi compañero más que ningún otro”, afirma el poeta, categórico y a la vez apesadumbrado. Eso escucho y de inmediato me vienen a la mente estos versos de Xavier, que tienen toda la música y el sentimiento del autor de Cinco metros de poemas: “Estás en mí tan lenta que pareces agua continua./ Te veo caer en mis últimos sueños,/ en blancos espacios de soledad./ A la distancia mínima del deseo y de la belleza./ Oigo la música de tu cuerpo/ en la yema de mis dedos.”

UN ENCUENTRO ES UN ADIÓS

Navidad, 1989. Pero es tarde ya y dentro de una hora debo tomar el barco que zarpa para Buenos Aires. Se lo digo a Abril, pero no quiere escucharme; está tan animado con nuestra amena charla que no sé cómo insistir en mi partida. De pronto, Xavier (él me ha pedido que no deje de llamarlo así) me hace el mejor de los regalos: su poesía. En efecto, con sendas y cordiales dedicatorias, me entrega Difícil trabajo y Descubrimiento del alba, ambos publicados en edición facsimilar en Montevideo, este último a partir del ejemplar que perteneciera al poeta y pintor Ricardo Peña Barrenechea -hermano de Enrique, también poeta y diplomático- y quien realizara en él hermosos y sugerentes dibujos, acompañados de un poema inédito suyo titulado “Fiesta en el alba”. Asimismo, me obsequia Vallejo y su monumental Eguren, el obscuro, obra inspirada en ideas de Mallarmé y fundamental sobre el acaso único poeta simbolista del Perú.

Ciertamente no sé cómo responder a tan abrumadora generosidad. Abril insiste en que me quede, que deje Argentina para otro día, que tengo su casa a mi entera disposición, que aún tenemos mucho que conversar, recordar y hasta soñar. Le replico, sin embargo, que me resulta imposible, pero que trataré de volver como atienda mis asuntos pendientes en Baires. Xavier no me cree y se entristece; también yo porque tampoco creo en mis palabras. De cualquier modo, nunca las despedidas son felices, y nos despedimos, abrazándonos, emocionados, emocionados.* (RSB)

*El poeta Xavier Abril murió el 1 de enero de 1990, solo una semana después de este encuentro, que tal vez fue el último por el que tuvo noticias del Perú.

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