Hoy lunes 31 de agosto, se cumplen 91 años del nacimiento de uno de los autores más leídos y también más queridos por los lectores peruanos: Julio Ramón Ribeyro (1929 – 1994).
Hablar/escribir de Ribeyro no es solo referirnos a un gran escritor, sino también a una suerte de marca emocional que deviene en identificación y justificación con personas que no necesitan ser especialistas en su obra para declararse hinchas acérrimos. Como cuentista, Ribeyro alcanzó la epifanía y trascendencia en la tersa claridad de la escritura, en el tema simple que como tal no estaba libre de furia y conmoción. No son datos menores. En la aparente claridad del estilo y del asunto descansa el afecto de los lectores. Pensemos en cuentos como “Alienación”, “Los gallinazos sin plumas”, “Solo para fumadores” y “Silvio en El Rosedal”. En verdad, la lista puede alcanzar la veintena de cuentos imprescindibles y cada quien puede armar su propia antología personal de cuentos de Ribeyro. En el tan difícil terreno de las distancias cortas, Ribeyro construyó un espejo social y personal, pero no desde la superioridad del creador de turno, sino desde la misma visión de sus personajes representados.
Pero también hay un Ribeyro ensayista, que hallamos en La caza sutil. Aparte del tejido de su escritura, en sus ensayos es posible detectar sus influencias como lector. En este sentido, hay un par de columnas que destacan: su preferencia por la narrativa decimonónica y, en especial, su apego por los diarios, teniendo como predilecto el Diario íntimo de Amiel. De este cruce de adicciones, se eleva un Ribeyro distinto al de la ficción, un Ribeyro personal que apostó por la libertad del registro, como puede leerse en los radiactivos híbridos Dichos de Luder y Prosas apátridas; y también un Ribeyro “sentimental” y tremendamente autocrítico, que apreciamos en dos monumentos: el diario La tentación del fracaso (cuya última edición en Seix Barral cuenta con un extraordinario prólogo de Enrique Vila-Matas), a decir de algunos conocedores el libro mayor de Ribeyro; y Cartas a Juan Antonio (al respecto, circula una cuidada edición de Revuelta), ya ubicado como un clásico del género epistolar.
Se podría especular con la idea de que Ribeyro fue un escritor esponja. Incursionó en otros registros, como la novela y la dramaturgia. En todos los géneros que abordó, exhibió un compromiso ético, una ausencia de traición, una verdad propia que lo ayudaron a sobrevivir a sus demonios y que, por consecuencia, lo hicieron grande y muy querido: Ribeyro no fue el escritor que quiso ser, sino el escritor que pudo ser.