Este el título de la nueva muestra de Jean Paul Zelada (Trujillo, 1972) en La Galería. Zelada estudió en la Escuela de Bellas Artes de Trujillo desde comienzos de los 90. Eran tiempos en los cuales todavía se mantenía toda la influencia de las Bienales que hicieron de la ciudad el centro contemporáneo del Perú. Sin embargo, como ocurre en todas partes allí también se producía la dicotomía entre tradición y contemporaneidad. Los maestros solían venerar al patriarca Don Pedro Azabache, pero la generación de Zelada estaba más involucrada con lo urbano que con lo rural. Sus preferencias iban al paisaje construido por el hombre, a esa ciudad en perpetua mutación donde casas y edificios emergen o desaparecen.
Un observador ajeno podría comparar la situación de Trujillo y Arequipa. Pero nada más errado. A pesar de los tiempos sí se puede detectar una identidad de la pintura arequipeña, a diferencia de lo que ocurre en el norte donde todo es más cosmopolita y cercano a Lima. Es por eso que muchos prefieren venir definitivamente, por su oferta cultural y porque el mercado de arte se concentra exclusivamente en Lima.
Es cierto que en Trujillo permanecen artistas muy respetados como Tito Monzón, pero lamentablemente parte de los buenos pintores está dedicado a hacer pintura comercial para llevarlos a mercados centroamericanos o al latinoamericano bajo de Miami, donde la abundancia de color y la pintura sobada es sinónimo del gran arte. Esta decoración exuberante es una motivación para pintar cuadros que se alejan del arte para orientarse al diseño interior.

Para la generación de Zelada, Gerardo Chávez era un ejemplo por seguir. Su triunfo internacional y el respeto mayoritario que tenía en el Perú. Y que todavía mantiene. Pero a cada generación lo suyo. Y resulta que los nuevos trujillanos quieren vivir lejos de influencias y dependencias.
Hurgan, como todos, en el pasado para traerlos al presente, pero no para copiarlos sino para reinventarlos. Para él, por ejemplo, la inclusión de personas al interior de la arquitectura tiene una intención similar a la de Caspar David Friedrich, un hombre del romanticismo alemán del siglo XIX donde los cuerpos mínimos se fundían en la vastedad del paisaje. Sin embargo, tengo la convicción de que estos cuerpos en el mundo de cemento entorpecen la visión de la arquitectura y, salvo excepciones, su ubicación es acertada. Preferiría ser el habitante solitario de ese mundo espectral que él ha sabido conseguir particularmente en esta muestra, donde, admito, hay una obra mayor de una mujer mirando a la playa, donde la integración entre humanidad y naturaleza es perfecta.
Esta página no está basada en una crítica de arte sino en una larga conversación con Zelada, un hombre inteligente que tiene muy claro su rol como artista en esta sociedad. Sabe lo que quiere y está seguro de hacerlo.
Se trata de un artista que sabe sustentar muy bien sus ideas sin necesidad de curador alguno. Veamos un fragmento de su texto para comprobarlo: “El paisaje es el espacio delimitado por la mirada del hombre, aquel trozo o recorte de realidad visual que conforma un horizonte efímero o duradero. Su condición no se hace evidente hasta que el hombre lo percibe como tal. Es el resultado de un proceso mental profundamente arraigado en nosotros.”

Admiro además su decisión de asumir riesgos haciendo obras que difícilmente tendrán aceptación masiva en un mercado tan conservador y, paradójicamente, tan esnob como el nuestro. En La Galería además de pinturas hay experiencias con transfers –impresiones digitales sobre papel– las cuales pega a una tela cubierta de pasta a la cual se adhiere la imagen impresa, pero con imprecisiones. Es allí que inicia entonces su proceso pictórico de trabajar la imagen residual completando un proceso digital que finalmente se trasforma en obra de un hombre que ha invertido el proceso para llevarlo a la pintura. Los resultados son cuadros melancólicos y demandantes, y terminan siendo un registro alucinado de nuestra realidad.
Como casi todos los artistas que trabajan la figuración en nuestros días Zelada toma como punto de partida a la fotografía para reinventar la ciudad. Esto no hace de él un fotorrealista tipo Richter, por ejemplo, pues él altera los resultados y combina fragmentos de imágenes para crear una nueva Lima virtual. Una construcción de la mente que solo es posible encontrar en nuestros delirios.