A Mauricio de Romaña no se le puede hacer un homenaje de solemnidades ni odas pindáricas. Él huye de la retórica como el alacrán del fuego. Por ello resulta acertado que Buenaventura haya decidido resaltar el legado de De Romaña a través de una impresionante publicación en la que el protagonismo lo tiene la naturaleza indomable de Arequipa, filtrada a través de la visión y la trayectoria de un personaje de esos que no se dan así nomás en la historia.
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De Romaña ha tenido mucho que ver en el conocimiento, la investigación y la puesta en valor para el turismo de algunos de los espacios reseñados, entre los que destaca el Colca, por derecho propio. Pero también el Valle de los Volcanes, hoy echando fumarolas promisorias. La mano del explorador se aprecia en las incursiones incontables que caminando, a caballo, en rudos vehículos, de Romaña ha realizado en su región, para propiciar antes que nada la protección y conservación de una naturaleza tan rica como poco apreciada por la ignorancia humana.
La tala de los bosques de queuñua, la contaminación del mar, la indiferencia de las autoridades frente al cambio climático, la construcción de carreteras donde no las debe haber, o la instalación irrespetuosa de torres de alta tensión, son temas que cruzan la tarea y el pensamiento de Mauricio de Romaña. El legado de este personaje nos trae al presente el que los Andes hayan sido cuna de civilización, junto con Egipto, Mesopotamia, China, India y Mesoamérica. Lugares milenarios donde una relación adecuada de la naturaleza y el hombre generó una cultura sofisticada que domesticó especies, creó tecnología, supo trabajar la tierra, levantó magníficas muestras de arquitectura, desarrolló arte, pensamiento y ciencia.
Parafraseando a Carlos Amat y León, autor del prólogo de la mencionada publicación, es posible afirmar que en las entrelíneas de la agreste naturaleza arequipeña se siente la presencia de De Romaña, con todo su rigor y toda su pasión conservacionista.