En 1974 Ettore Scola nos cautivó con una película que nos hablaba directamente sobre la amistad, el paso del tiempo, el idealismo de nuestra generación y la futura pérdida de nuestras convicciones, forzados por el enfrentamiento con la realidad.
La vimos en el antiguo cine Country de Lince. Como siempre, íbamos juntos Venancio Shinki, Elda Di Malio, mi esposa, Alicia Cabieses, y yo. Solía acompañarnos en esas incursiones cinéfilas de los domingos el reducido grupo de amigos que habíamos conocido en el Taller de Jueves y que posteriormente se fue incrementando con artistas, profesores y compañeros, todos interesados en el arte. Éramos muy unidos y creíamos en la posibilidad del conocimiento de transformar al mundo o, por lo menos, cambiar el modo de aproximación de la gente a la realidad.
Paulatinamente el grupo fue menguando porque la vida nos condujo por caminos diversos, pero cada uno ha experimentado a su manera los profundos cambios que se han sucedido en el país y hemos sido testigo de alegrías y frustraciones, crisis y terrores. Lo más doloroso fueron las desilusiones cuando enfrentamos el futuro. Nada fue igual a lo que esperábamos, como ocurrió en la película de Scola.
A diferencia de la realidad, la amargura que se desprendía de “Nos habíamos amado tanto” estaba amortiguada por una dirección que ocasionaba una identificación del espectador con lo que ocurría a cada personaje. La película sigue absolutamente vigente y sus dos horas de duración constituyen no solo un ejercicio de nostalgia sino también un compendio de las experiencias que les toca vivir a cada grupo humano durante nuestra brevísima travesía vital.
Entre todos los que aspirábamos a aprender arte en 1966, Elda fue la única que logró culminar una carrera brillante. Cuando la conocí, ella ya había pasado por los Talleres del Museo de Arte y había estudiado con Herman Braun y Sabino Springett, entre tantos otros. Tenía un amplio bagaje cultural, era muy inteligente y sabía enfrentar la vida. Por eso comprendió que la única manera de tener un aprendizaje coherente era estudiando en la Escuela Nacional de Bellas Artes, entonces dirigida por el mejor director de su historia. Juan Manuel Ugarte Eléspuru.
Sus primeras obras como profesional mostraban los resultados de su aprendizaje. Son cuadros expresionistas de vigor extraordinario, que aún ahora, cada vez que la visitábamos, quedábamos seducido por esas piezas en las que se contraponían refinamiento y energía, severidad y color, abstracción y figuración. Sus trabajos de 1972 se encuentran entre la mejor producción joven de la década.
A partir de 1974 inicia a exponer individuales en Trapecio y posteriormente en Galería 9. Si bien vivíamos los difíciles años militares, el mercado se consolidó y muchos artistas pudieron afianzarse en el medio. Elda fue rápidamente acogida. Su dibujo sobresaliente fue experimentando variaciones y el espacio se fue transformando en una metafísica del desierto peruano, una corriente que muchos artistas de la época siguieron, volcando sus miradas a las dunas y a la soledad de la costa del Perú.
Fueron años en los que ella trabajaba infatigablemente en su taller de Jesús María, sin embargo no fue una artista que solía exponer con acelerada frecuencia en busca de la notoriedad. No la necesitaba.
En cambio brindó a todos amistad incondicional –ver foto con Antonio Cisneros, fallecido a la misma edad que ella– supo ser solidaria y dedicó gran esfuerzo al cuidado de Venancio. En los últimos años su producción se hizo más distanciada, pero nunca perdió su fe en la pintura. Nuestra única hermana artista partió el pasado viernes 29. Ella amaba profundamente la vida y durante más de medio siglo compartió con nosotros los aconteceres de la vida. Gracias por tanto, inolvidable Elda.